Como la mala memoria es muy atrevida, hace tiempo escribí que sorprendentemente (para colmo, tuve el atrevimiento de subrayar el error) la ciencia-ficción había prestado poca atención al deporte como foco de alienación y se había centrado en otros aspectos en sus distopías. No contento con eso, me lancé a señalar el ejemplo famoso del soma de Un mundo feliz, de Aldous Huxley (he aprendido hace poco que en el mundo indoiranio antiguo existía una droga líquida llamada precisamente así o bien haoma según los dialectos; supongo que de ahí tomó el nombre Huxley), y a comentar sus posibles relaciones simbólicas con espectáculos de entretenimiento de masas contemporáneos como las competiciones deportivas insistiendo en mi sorpresa de que “no se le ocurriera ni a Huxley, ni a ninguno de sus sucesores” explorar esta relación en un futuro hipotético.
Pues bien, este año he releído por otras razones Un mundo feliz y me he sonrojado casi en cada capítulo al comprobar la presencia constante del deporte en él, y precisamente con este sentido. Este artículo es, por tanto, un análisis del tratamiento del deporte en la célebre novela de Huxley y una rectificación por extenso de aquella temeraria afirmación de hace dos años.
Al peso, el deporte más importante en el mundo feliz de Huxley es el golf, del que existen dos modalidades cuyas diferencias en ningún momento se explicitan: el golf de obstáculos y el más futurista, por su nombre, golf electromagnético; a escasa distancia, por número de menciones en la novela, le sigue el tenis. Ambos son ante todo una forma de entretenimiento alienante que ocupa todo el tiempo de ocio de los habitantes del gran Estado Mundial fordista e impide prácticamente cualquier otro tipo de actividad al aire libre: “Las multitudes que diariamente salían de Londres, lo hacían solo para jugar al golf electromagnético o al tenis”. En realidad, toda la vida consiste en una suma potencialmente infinita de distracciones indiferentes y en el fondo indistinguibles entre sí, de tal manera que ni siquiera los ancianos “tienen tiempo que no puedan llenar con el placer” y la vida transcurre “pasando de sensorama a sensorama, de muchacha a muchacha neumática, de campo de golf electromagnético a…” Se trata, tal y como teorizan los alfa, la élite dominante, intelectualmente superior, de impedir ante todo el aburrimiento, y en especial el aburrimiento solitario, que podría dar pie a la reflexión, la imaginación, la creatividad… también a la infelicidad, visto desde su óptica despótica no exenta de razón: “Si nuestros jóvenes necesitan distracciones pueden ir al sensorama. Por principio no los animamos a dedicarse a diversiones solitarias”. En este mundo forzadamente superficial, el deporte cumple una función distractora esencial, pero asegurarse de que la cumple el poder lo controla férreamente, y así, por ejemplo, cuando a las ocho anochece en el Club de Stoke Poges, los altavoces anuncian en cierre de los campos y todos los jugadores se dirigen sumisa y masivamente de vuelta a la capital.
Por otra parte, el deporte se asocia estrechamente con otro de los entretenimientos más importantes y favorecidos por el ordenamiento social: el sexo (el sexo, por supuesto, superficial, esporádico y sin ningún tipo de sentimientos). En este sentido, el deporte forma parte muchas veces de un ritual codificado de cortejo bastante sencillo destinado a dejar claro que ambas partes están dispuestas al encuentro sexual. Así, Lenina, uno de los personajes más importantes, comienza su cita con Henry Foster jugando al golf de obstáculos y, cuando inicia una relación con el protagonista, Bernard, que por algún tipo de error en su desarrollo embrionario no comparte del todo los valores socialmente aceptados, le propone pasar el tiempo jugando un partido de golf electromagnético (lo que Bernard rechaza por considerarlo “una pérdida de tiempo”) y finalmente consigue arrastrarlo hasta Ámsterdam “para presenciar los cuartos de final del campeonato femenino de lucha de pesos pesados”, que Bernard tampoco disfruta porque impide hablar y pasar tiempo a solas: “Con una multitud -rezongó-. Como de costumbre”. Bernard, por cierto, además de poco sociable, no es nada atractivo (“muy bajo para ser un alfa”), lo que también se relaciona simbólicamente con su rechazo general del deporte, porque, por el contrario, los miembros socialmente más dotados y más atractivos físicamente lo disfrutan o incluso destacan en él, como Helmholtz Watson, en quien se reúnen significativamente las tres cualidades de destacado deportista (campeón de pelota sobre pista móvil), ciudadano ejemplar (“admirable miembro de comité, que se llevaba bien con todo el mundo”) y “amante infatigable” del que se dice que “había tenido seiscientas cuarenta amantes diferentes en menos de cuatro años”.
Puede verse, en conclusión, cómo el deporte es un elemento que subraya de forma muy clara las líneas principales de la sociedad fordiana y entregada al entretenimiento constante y atontador del “mundo feliz”: superficialidad, sociabilidad, actividad física, sexo informal… Características que Huxley hace evidente que deshumanizan la vida individual y que, en lógico contraste, el personaje de personalidad más acusada de toda la novela, dejando aparte a los “salvajes”, rechaza.
Es también, igual que para nosotros, un elemento con una enorme presencia en la vida cotidiana que hace que este forme parte del mundo mental de los personajes, que lo utilizan como arbitrario término de comparación (la pintura blanca en los cuerpos de los salvajes le recuerda a Lenina a “pistas de tenis de asfalto”), o del propio narrador, que describe las “enormes nubes carnosas” que se ven en el cielo “como vagos torsos de fabulosos atletas”.
Por otro lado, como se ve, el deporte parece despertar en Huxley una cierta fascinación futurista, por así decir, muy del gusto de la vanguardia (a fin de cuentas Un mundo feliz se publicó en 1932) y hábilmente transmitida a los lectores por medio de nombres sugerentes pero misteriosos que evocan alguna modalidad tecnológicamente avanzada de los deportes que conocemos. Rótulos como “golf de obstáculos”, “golf electromagnético” o “pelota sobre pista móvil” causan un efecto de sorpresa y curiosidad muy poderoso, y lo mismo puede decirse con más razón del “tenis Riemann” (o quizás “tenis Riemann sudamericano”, porque solo aparece en el sintagma “semifinales del campeonato de tenis Riemann sudamericano”, de interpretación ambigua), que lo resalta especialmente al utilizar el nombre del insigne matemático y obliga con singular fuerza a fantasear sobre la naturaleza de ese deporte. El tenis Riemann, el deporte que imagina Huxley, es por tanto, como el soma, como el sensorama, como todo el mundo feliz en que se dan, deshumanizador y degradante, sí, pero también fascinante y peligrosamente atractivo…
¿Hasta qué punto podría decirse lo mismo de nuestro mundo? Esa es la pregunta que sobrevuela toda la lectura de esta novela, que, pese a no ser posiblemente la mejor de las distopías clásicas, tiene el mérito de haber retratado en el espejo de la ciencia-ficción no solo el mundo de 1930, sino sobre todo la posmoderna sociedad del espectáculo donde Tinder, Instagram, Tiktok y tantas y tantas horas de televisión deportiva cumplen una función análoga a la del soma o el sensorama. Podemos reformular, por tanto la pregunta: ¿hasta qué punto nuestro deporte contribuye a anularnos como individuos y a convertir nuestras vidas en sucesiones inertes de distracciones sin ningún significado?
Como coda, hay que mencionar, sin embargo, una única mención al fútbol justo al final de la novela que considero de interés. El fútbol, que no parece ni siquiera existir en el mundo feliz, es curiosamente lo que le viene a la cabeza al narrador para describir la airada reacción de John, el salvaje extraído de la reserva en que se ha criado y lanzado a la populosa y agobiante sociedad fordiana, cuando un paparazzo lo asalta en su retiro campestre: “Agarrando al periodista por los hombros, le hizo dar media vuelta […] y, con toda la fuerza y la precisión de un campeón de fútbol, soltó un puntapié prodigioso”. Parece que en la visión de Aldous Huxley el fútbol tuviera una autenticidad, una densidad humana, si se admite la expresión, que lo situaran al margen de los deportes alienantes que pueblan toda la novela.

