TARDES SUJETANDO TEJADOS
Por Natalia Loizaga
La ciudad parece caer sobre nosotros. Cada caminante mira de forma diferente, pero todos achatan sus cuerpos ante la callada inmensidad. Hoy la ciudad ha decidido erguirse y entre los escasos desesperados que se aventuran a transitarla se intuye cierta complicidad. Una reverencia, una sonrisa, un cruce de miradas que parece decir aguanta, también mis hombros sujetan los tejados.
Pasea usted como yo, masculla la sonrisa de un anciano. Tan solo deambulo, intento que susurre la mía. De repente, el irremediable impulso de cruzar a gatas la carretera y colarme por la última línea de una persiana que baja estruendosa, hacer campamento entre ella y la puerta de cristal que protege, ser guardiana, mudarme a una de sus esquinas y hacer de ella un jardín. Tal vez plantar una flor, tal vez convertirme en una.
Qué le pasará a esta mi ciudad, esforzada imitadora de plató condenada a ser despiadado desierto. Me pregunto si quienes escriben sobre ella se atreverán algún día a recorrerla, si acaso habrán visto sus cuellos rodeados por brazos de asfalto y ladrillo.
Esta tarde sus garras aprietan más que nunca, ríos de sangre se acumulan en las clavículas, lágrimas como heridas que supuran. Toda ella amenaza con derribarme mientras pataleo en sus suelos inciertos. Sus muros me aprisionan y se cierran sobre mí, alzándose victoriosos ante este cuerpo derrotado. Soy, como ella quería, uno más de los peones desordenados en su lado de la mesa.
Los niños se han marchado y las moscas se cobijan en mis bolsillos porque han quedado huérfanas. Y hay un hombre que ríe en alguna parte de la calle pero no soy capaz de verlo.

