A escasos días de dar uno de los pasos decisivos de mi vida, no puedo sino experimentar la amplia variedad de oferta fisiológica que acompaña a los nervios y a su primo el estrés: dolor de estómago, macedonia en el urinario, problemas de insomnio, cambios repentinos de humor. Busco, como es habitual, consuelo en la imaginación. Escribo historietas ligeras de tanto en cuando, corrijo relatos que llevan un año y pico en el cajón, leo (especialmente) sin que ningún libro me cautive hasta llevarlo a término. En resumidas cuentas: no hago más que dejar cuentas pendientes.
El paso, el paso decisivo, tiene relación con cuentas pendientes, ventanas abiertas e historias inacabadas, en un sentido poético y no tétrico. De ahí que el subconsciente me envíe señales. El problema es que siempre he sido un poco tacaño respecto a la mensajería, y necesito tropezar mil veces con la misma rutina para darme cuenta de que incluso en lo rutinario, en lo banal, rebota el eco de la consciencia.
Metafísica a un lado, por favor.
En uno de los últimos viajes a Cantabria, aproveché el mal tiempo para salir a correr. Cuando vivía allí lo hacía a menudo. Uno debe acostumbrarse a sentir la lluvia en la cara si quiere disfrutar del medioambiente norteño. Lo curioso es que, al poco de empezar, con la respiración a resuellos y los gemelos suplicando que cesara el castigo, me topé con una barrera. El sendero estaba cortado. Mejoras y esas cosas, qué se yo, si era guijo con un arroyuelo a la diestra y tierra húmeda a siniestra, el crepúsculo que conectaba con un brazo de agua sobre el que se erigía un puente medieval. O románico. Esta tampoco me la sé, y debería.
La situación es la siguiente. Con una sudadera un par de tallas menor, el cielo gris deslavado tornándose negro tormenta, y una barrera en las narices, ya no había vuelta atrás. Había reunido los fragmentos dispersos de la intención de hacer deporte, los había fundido para hacer una bala y todavía tenía el dedo en el gatillo. Una pipa se saca para disparar, carajo. No podía volverme a casa, derrotado (pero resollante como un aparato de aire acondicionado del siglo pasado), pasados diez poderosos minutos.
Tomé la desviación de la derecha.
Esta atravesaba un bosquecillo al sur del promontorio sobre el que estaba edificado el cementerio. La hierba no crecía en la trocha de tanto tránsito. Rodeaba un polígono donde los principales negocios eran talleres, pequeñas fábricas y cía. A los pocos metros, otro desvío conectaba con un pasto en una colina, al sur de una zona residencial. Titubeé, me puse la capucha, me la arrancó el viento. Sabía que si tomaba ese camino no habría marcha atrás. Lo hice.
Dediqué los siguientes minutos a caminar absorto en cavilaciones, mientras los perros ladraban a mi paso. El suelo de tierra se convirtió en asfalto. La pendiente, en llanura. Así, una delante de la otra, mis huellas terrosas se dirigieron al lugar donde concentro los recuerdos más felices de mi infancia: la casa de mi abuela.
Mi abuela, a la que nos referiremos como señora T, fue una mujer que vestía el negro. Con los años lo fue mudando por el gris oscuro, me gusta pensar que en parte por la influencia de un nieto chiquitajo que demandaba excesiva atención. T vivía en un adosado cercano a la primera casa de mis padres, con una huertecilla y un corral-garaje. Debido a circunstancias diversas, pasé mucho tiempo con ella. Tenía mi habitación, tan mía como la del hogar paterno. Iba a comer en el vis a vis del colegio de monjas. A veces me recogía a las cinco, me daba un bocadillo de chocolate Jungly y me llevaba a Taekwondo. Otras, hacía los deberes en la mesa del salón, mientras las tertulianas de la señora Campos ponían verde a este y a aquel. Luego me sentaba con la Nintendo, capturaba Pokémons, liberaba la alquimia o salvaba al reino del cruel impostor que sentaba su bastardo trasero en el trono. Solo de recordarlo lo rememoro. Me tiemblan los dedos. Veo a ese niño regordete de pelo corto encajonado en un albornoz azul, haciendo gurruños con el papel de regalo que envolvía pequeños dinosaurios animatrónicos.
Como suele decirse, al lugar donde has sido feliz no se debe volver. Así que volví.
Mientras me acercaba, mientras recortaba la distancia entre los dispersos chalés modernos y la clásica calle donde estaba la casa de T, noté una presión sobre los hombros que no puede atribuirse a la humedad. Me calé la capucha, estrangulé los cordeles bajo el mentón barbudo. El paisaje otrora gigante donde estaban los cubos de basura, que hacía las veces de aparcamiento, era diminuto. Madrid había afectado a mi punto de vista. Joder. Pero continué, hundiéndome en charcos ondulados. Llegué hasta el primer bloque de edificios, donde otra señora, T2, festejaba con sus nietos, y una mujer joven crio a sus hijas, y dos amigos del pueblo pasaban ciertas tardes de verano. Me detuve, con el creciente miedo de que me tomaran por un aspirante a delincuente, con la creciente presión que no era humedad ni venía de fuera ni mojaba pero sí que calaba los huesos. Suspiré. Los edificios tapaban, todavía, la vista de la casa de mi abuela, que se encontraba detrás, en la manzana que cerraba la urbanización, en un segundo lugar.
Recorrí en línea recta la estrecha carretera a los pies de la primera residencia de ancianos a la que llevamos a T. Desde allí, si se asomaba a la ventana, veía las cenizas de su reino. Llegó un punto en el que el telón de hormigón y mampostería desveló el tejado de teja, el contorno del garaje. La casa, sin embargo, no era la misma. No quise asimilarlo hasta que me detuve, por segunda vez y menos tiempo, delante del portón que reemplazaba la discreta cancela verde, al que hubimos de atar con bridas una malla a juego para que Bond, mi primer perro, no se escapase. La tumba de Bond tampoco era igual. Las parcelas de la huerta habían sido desbrozadas, mandando al infierno los mantos que ofrecía en abril a la Virgen y las margaritas gigantes en las que zumbaban los abejorros. En su lugar, había una bonita piscina. Lo que más me conmovió fue que el ático de suelo mohoso era una segunda planta con todas las de la ley, que incluso había ganado unos centímetros de altura, como si la muerte de mi infancia le hubiera proporcionado el estirón de la adolescencia.
En esos barridos, los vecinos se conocen. Atisban por las ventanas. Levanté la mirada, atrapé el cambio, mezclé el escozor que se originaba detrás de los lacrimales con la suave pero impetuosa lluvia y me marché. Al hacerlo, ese subconsciente ordenado que menté al inicio organizó las fichas y resolvió el misterio. La casa de la señora T, la casa de mi abuela, era el centro de mi universo, donde se hallaba el origen de cada una de las anécdotas que vinieron después, y ahora, a mi pesar, solo existía en mi memoria.

