Por Carlos Ortega Pardo.

Hace unos días se nos fue Robert Redford y nos hemos quedado un poco (más) huérfanos. Igual que tantos otros, decido homenajearlo viendo de nuevo ‘Dos hombres y un destino’ —por una vez el título español mejora el lacónico ‘Butch Cassidy and the Sundance Kid’ original—, uno de sus films más emblemáticos y donde junto a Paul Newman integró un tándem de un fulgor, a mi juicio, nunca —ni antes ni después— superado. De hecho, repetirían poco después en la magistral ‘El golpe’ (‘The Sting’, 1972).

‘Dos hombres y un destino’ se inscribe en la corriente renovadora que sacudió el cine comercial en el tránsito de los sesenta a los setenta, ese Nuevo Hollywood de «moteros tranquilos y toros salvajes», de la que no iba a quedar al margen el western, género americano por antonomasia, sometido a un proceso de encanallamiento desromantizador —humanización, en suma— categorizado de modo bastante ilustrativo con la etiqueta de «crepuscular».

En el pathos de sus personajes, náufragos de un mundo que toca a su fin, así como en el empleo de la cámara lenta y el tiroteo implacable que cierra la cinta, se adivina la impronta de Sam Peckinpah —su ‘Grupo salvaje’ (‘The Wild Bunch’, 1969) es del mismo año—. Y la de Sergio Leone y el inenarrable spaghetti western en la dislocada composición de numerosos (primeros) planos y el gusto por las miradas a quemarropa. Ahora bien, el film de George Roy Hill viene convenientemente expurgado de cualquier atisbo de mugre, sudor, frijoles y rociadas de tomate Fruco que pudieran deslucir la pulquérrima donosura de sus protagonistas, redundando en un clasicismo formal del que, valga la paradoja, se ha beneficiado el posterior envejecimiento de la película, pues, a diferencia de no pocos títulos que le son coetáneos, las casi seis décadas transcurridas desde su estreno no le han restado un ápice de frescura.

En el aspecto argumental, y tal como advierten los títulos de crédito, ‘Dos hombres y un destino’ recrea acontecimientos reales —en su mayoría al menos—, de modo que no puede permitirse excesivas licencias. El arranque, culminado por la célebre escena de la bicicleta con un Paul Newman en su histriónica salsa, es sencillamente delicioso. Hacia su mitad atraviesa un pequeño valle, culpa de una persecución cuyas peripecias acaban haciéndose algo tediosas. La historia remonta briosa el vuelo en su tercio final hasta un desenlace memorable, con la imagen congelada de los dos bandidos arrojándose a pecho descubierto camino de la eternidad.

Mención aparte merece por supuesto el trabajo de Newman y Redford, dos superestrellas —el primero ya lo era y el segundo alcanzaría aquí dicho estatus— que logran convivir en inusitada armonía, transmitiendo una complicidad de viejos amigos —no se conocían; fue Joanne Woodward, esposa de Paul Newman, quien recomendó la contratación de Redford— que impregna de desenfadada verdad las andanzas de ambos forajidos. Newman se adentraba en una madurez dorada mientras que Redford, once años más joven, empezaba a asomar la cabeza, sobre todo tras el éxito de ‘Descalzos por el parque’ (‘Barefoot in the Park’, 1967). Pese a lo cual, y a que Newman es un voraz devorador de planos — conspicuo representante del «método», podrá gustar más o menos su técnica interpretativa, pero cuando está en escena cuesta mirar a otra cosa que no sea a él—, Redford muestra el sabio aplomo de un veterano. En definitiva, no sabría decir cuál de los dos está mejor. No resulta tan difícil, en cambio, reconocer que, juntos y por separado, atesoran más flow que diez festivales de reggaetón. No se puede molar más. Y qué guapos eran, los muy…