Por: Mauricio A. Rodríguez Hernández.
«Un día, en un septiembre de luna azul, / en silencio, bajo un ciruelo, / la sostuve, a mi silenciosa y pálida amada, / en mis brazos como un bello y dulce sueño…»
Así inicia el poema “Reminiscencia de Marie A.” de Bertolt Brecht, una evocación de la belleza efímera y la nostalgia, de lo que desaparece cuando alzamos la vista al cielo. Ese verso resuena en la memoria del capitán Gerd Wiesler, el protagonista de La vida de los otros (Das Leben der Anderen, 2006), como un eco que despierta lo humano adormecido por el deber. Y acaso también, como un presagio de la transformación espiritual que ocurre cuando el arte toca las fibras más profundas del alma.
La proyección inaugural de esta obra maestra de Florian Henckel von Donnersmarck, que dio apertura a la Semana del Cine Alemán organizada por la Embajada de Alemania en Costa Rica, el Centro Goethe y el Cine Magaly, no fue solo un gesto diplomático o cultural: fue un acto de reconciliación estética con la memoria alemana, una meditación sobre la posibilidad de redención en tiempos de vigilancia, miedo y desconfianza.
El arte como conciencia.
El filme transcurre en la República Democrática Alemana, en los últimos años del socialismo. La división del país se traduce en una fractura del alma humana: el cuerpo sometido al Estado y la mente que anhela libertad. Wiesler, meticuloso, solitario, devoto del deber, representa la materialidad ideológica del sistema, la Alemania del control y la obediencia; mientras el dramaturgo Georg Dreyman encarna la otra mitad: el espíritu creativo, la palabra que busca sentido en medio de la represión.
Entre ambos, se tiende un puente invisible hecho de sonidos: la lectura de Brecht, el murmullo del piano, la música de una “Sonata para un buen hombre”. Esa melodía, escrita para la película por Gabriel Yared, es la chispa que despierta en Wiesler lo que el propio Donnersmarck denomina “la imposibilidad de seguir castigando después de escuchar belleza”. El cineasta recordaba aquella anécdota en la que Lenin, al oír la Appassionata de Beethoven, confesaba temer que, si seguía escuchando, terminaría acariciando cabezas en lugar de golpear enemigos. El arte, parece decirnos la película, tiene la capacidad de desarmar las ideologías más rígidas.
Filosofía del despertar.
En la tradición humanista alemana, Schiller sostenía que la belleza libera al espíritu, uniendo razón y sensibilidad para hacer posible la virtud. La vida de los otros rescata ese principio estético como vía de transformación ética: la mirada de Wiesler deja de ser la de un espía y se vuelve la de un hombre que aprende a sentir. Su “pecado” es recuperar su humanidad.
Donnersmarck plantea así una dialéctica entre vigilancia y compasión, entre la alienación del Estado y el renacer de la conciencia individual. La película, como una parábola moderna de El buen alma de Sezuán de Brecht, se pregunta si es posible ser un buen hombre en un sistema corrupto. Wiesler, que al inicio parece el más fiel sirviente del régimen, termina encarnando la disidencia silenciosa: no la del manifiesto, sino la del gesto íntimo, la del silencio que protege en lugar de delatar.
Alegoría de la reunificación.
Al revisitar la historia reciente de Alemania, La vida de los otros se convierte también en una metáfora del proceso de reunificación: la reconciliación entre el cuerpo herido del Este y el espíritu libre del Oeste. Es una película sobre la unificación interior, antes que política. Al final, cuando Dreyman dedica su novela Sonata para un hombre bueno a aquel desconocido que lo salvó desde las sombras, el espectador comprende que la unidad de Alemania, y de cualquier nación dividida, solo es posible si antes se unifica el alma.
El poder sanador del arte.
El color rojo de la máquina de escribir de Dreyman, símbolo de pasión y resistencia, y el abrazo final que evoca la Pietà revelan que el arte, incluso en su dolor, es una forma de fe. Donnersmarck, con un lenguaje sobrio y una puesta en escena sólida, propone que la estética no es evasión, sino ética: un medio para mirar el pasado sin nostalgia (Ostalgie), pero también sin odio.
Como el poema de Brecht, la película es una elegía sobre lo que desaparece: la pureza, la fe, la esperanza. Pero también es una sonata para quienes aún creen que la belleza puede salvarnos. En Wiesler, ese vigilante que se vuelve poeta sin saberlo, late la intuición de que el bien no se impone: se despierta. Y tal vez, en esa revelación, Alemania, y con ella la humanidad, encuentre su redención.

