Entonces, otra vez: Diane Keaton o el arte de reinventarse.
Por: Mauricio A. Rodríguez Hernández.
Hay vidas que parecen escritas como un guion de cine, vidas que se filman con el alma y se editan con los años. Diane Keaton, o Diane Hall, como fue al principio, nació en Los Ángeles en 1946, bajo un cielo que ya anunciaba luces de cámara y la promesa de una historia singular. En sus memorias, Then Again, Keaton dialoga con la voz de su madre, Dorothy, la mujer que fotografiaba el mundo doméstico con la misma devoción con que su hija años después miraría Manhattan a través de una cámara o de un recuerdo. Allí, en ese juego de espejos entre madre e hija, comenzó su más íntima película: una en la que la ficción y la vida real se entrelazan como amantes y otros extraños.
Su carrera, que inició en los escenarios neoyorquinos del Neighborhood Playhouse, fue, desde el principio, una declaración de independencia. Influenciada por Katharine Hepburn, aquella mujer que enseñó a tantas a ser fuertes sin renunciar a la vulnerabilidad, Diane eligió la autenticidad como brújula. Cuando dejó California para caminar con Manhattan, lo hizo no solo para encontrar a Annie Hall, sino para encontrarse a sí misma. Aprendió a observar, a escuchar y a transformar la torpeza en una forma de sabiduría. Allen dijo que era “la mejor comediante de su generación”, pero lo cierto es que Keaton nunca se conformó con hacer reír: quería comprender.
Entre Love and Death y Looking for Mr. Goodbar, Diane se reinventó. Fue musa y directora, amante y testigo, cómplice y madre. En The Godfather, bajo la sombra de los Corleone, mostró su capacidad de sostener la mirada en medio de la tragedia. En Reds, de Warren Beatty, desplegó una intensidad que rozaba lo político y lo erótico. Y cuando filmó Heaven, su documental sobre la vida después de la muerte, confesó que lo hizo “porque de niña quería ir al cielo”. Pero el cielo, para Keaton, no era un lugar, sino una búsqueda: una forma de mirar el mundo con asombro.
Siempre fue una buena madre, The Good Mother, incluso antes de serlo literalmente. Adoptó a dos hijos cuando la fama ya era un recuerdo amable y la madurez un espacio para amar sin condiciones. Nunca tuvo The Big Wedding que Hollywood o los tabloides esperaban, pero supo convertir la soledad en un estado de gracia, y el amor, en una conversación constante con lo posible. En su vida, siempre hubo un Plan B, una ruta alterna hacia lo inesperado. En cada proyecto, como en Something’s Gotta Give, aprendió a ceder, a aceptar que la belleza reside también en la imperfección, en lo que no se controla.
Más allá de los reflectores, Diane Keaton fue fotógrafa, editora y restauradora de memorias. Su pasión por la arquitectura la llevó a salvar casas de Frank Lloyd Wright y a rescatar la historia visual de Los Ángeles, esa ciudad que la vio nacer y que tantas veces retrató desde su ventana. Entre imágenes y vigas, entre yeso y ladrillos, Keaton comprendió que el arte no solo se actúa, también se habita. Su mirada, siempre curiosa, coleccionaba besos de película, fachadas españolas, y gestos que de tan humanos parecían eternos.
Con el tiempo, la pantalla le devolvió un reflejo distinto: el de una mujer madura, con humor y sin miedo al paso del tiempo. En Book Club y su secuela, The Next Chapter, volvió a recordarnos que la vida no se acaba con los créditos; siempre hay otra historia esperando, otro diálogo que improvisar. Y aunque su estilo, ese sombrero de ala ancha, los pantalones amplios, las capas de blanco y negro, se volvió icónico, su verdadera elegancia residió en su autenticidad: en nunca pretender ser otra cosa que Diane Keaton, una mujer que, como escribió su madre en un diario, “a veces es tan básica, y otras tan sabia, que asusta.”
Tal vez ese sea el secreto de su magnetismo: la paradoja de ser a la vez simple y enigmática, ruda y tierna, cómica y trágica. En un mundo que exige definiciones, Diane eligió la ambigüedad. Como una arquitecta de su propia identidad, diseñó espacios donde la risa podía convivir con la melancolía, donde el pasado se mezclaba con la promesa de un futuro.
Hoy, su vida entera parece una película sin final. En su Summer Camp personal, sigue celebrando la amistad y la memoria; en su Morning Glory cotidiano, continúa descubriendo la luz en los gestos más pequeños. Y si algo nos deja su legado, es la certeza de que siempre hay otra toma posible, otro plano que rehacer, otro amor que ilumina.
Porque Diane Keaton, en su más íntimo guion, nos enseñó que la existencia no se actúa, se vive. Y que cada día, entonces, otra vez (Then Again), es la oportunidad de comenzar una nueva escena.

