Por Jesús Cárdenas.
Como los perfumes más exquisitos, contenidos en frascos diminutos, Un montón de piedras se alza como una generosa ofrenda al arte del haiku. Este volumen, concebido con maestría por Joan de la Vega y Jesús Aguado, es un libro de singular belleza que nos invita a sumergirnos en la hondura de la estrofa nipona. José Iniesta, autor de una obra extensa y de notable calidad, no es un neófito en este campo; ya nos había deleitado con La plenitud descalza (Polibea, 2021). Esta es, pues, su segunda entrega lírica dedicada al formato japonés que sedujo a poetas desde mediados del siglo XVII, cuando los «cuatro maestros» –Bashō, Buson, Issa y Shiki– exploraron sus límites, como bien señala José Antonio Olmedo López-Amor en su lúcido estudio.
El poeta valenciano rinde culto a la belleza en la exigua extensión de 17 «moras» o sílabas. Una expresión contenida, humilde en su forma, pero de un minimalismo tan trascendente que desafía la palabra. Un temblor, un fulgor, «una oración en el camino, un vuelo desatado de su vértigo, voces y pasos que se hunden en los arenales de la vida»; así define el propio autor su poética desde la Playa de Oliva, en las cinco páginas que sirven de preámbulo y manifiesto. Porque a Iniesta le interesa, sobre todo, «el viaje» en sí mismo: un periplo interior que se aleja del artificio vacío, pues sus versos rehúyen el «ruido y la furia» shakesperianos.
Tras el prólogo, las composiciones se despliegan en tres movimientos evocadores: «Sol en un muro», «La rama más alta» y «Atravesar el bosque». Los haikus del primer grupo quedan enmarcados en coordenadas espacio-temporales que, sin embargo, tiemblan con la vibración del instante. El entorno natural y el momento congelado revelan una profunda conexión: «No es oro el tiempo. / Afuera está nevando. / Mi alma es paisaje». La proyección del sujeto en el haiku se renueva, permitiendo una fluidez que se despliega sin interrupción, entre versos encabalgados donde la sencillez aparente esconde una complejidad interior: «Todo acaece / en mi jardín cerrado / a su infinito». En ocasiones, aflora una sensación de angustia o pesimismo que recuerda el paisaje machadiano, lejos de ser una mera ilustración: «Jarrón con rosas / marchitas deshojándose. / Son mis certezas». A veces, el autor parece alejarse de la estrofa nipona para acercarse a la copla, con el deje melancólico de la soleá, y sus versos desvelan una intimidad conmovedora: «Dame tu boca / para olvidar la muerte / con tu saliva»; o evocan al siempre presente Miguel Ángel Velasco: «Beso tu vientre, / matriz donde reside / mi miel salvaje». Si bien la objetividad fue una pauta inicial, el género se ha enriquecido con la entrada del yo. Sin duda, en estos y otros haikus del libro, Iniesta logra transcribir la belleza con una maestría que le haría merecedor del título de haijin, aunque él mismo, según declara, no sea amigo de etiquetas.
«La rama más alta» explora una soledad existencial, casi cósmica, en todo caso espiritual, que sugiere un paisaje desértico e invita a la introspección. Aquí asoma el ser pequeño, la incógnita de ser una brizna en el vasto cosmos: «Soledad grande. / Asomarme al misterio / de no ser nadie». Más adelante, nos detenemos en otra composición donde el recuerdo de la propia existencia desvela su profunda y enigmática naturaleza: «Teje el misterio / el tapiz prodigioso / de mi memoria». Lo enigmático se abre en una pregunta retórica que nos interpela directamente: «Noche de luna / llena, y encrucijada. / ¿Qué senda elijo?». Más que elegir, parece que el sujeto contempla. La incertidumbre no es solo geográfica, sino íntima y existencial; la duda se convierte en una forma de conocimiento en un paisaje desnudo y expectante. Como en esta otra joya del libro: «Miro una estrella / cautiva en su oquedad. / Tal vez ni existe». Otra perla fulgurante nos enfrenta a la extraña tarea de encontrar el sentido al propio vivir, como un modo de saberse en el mundo desde la plena consciencia: «Hoy sé quién soy / mirando lo mirado. / Humo en el aire». Esa fragilidad, ese sentirse tránsito, esa finitud revela una conciencia lúcida que la poesía abraza como celebración que, a la vez, nos derrota; una paradoja con ecos de Rilke o Pizarnik: «Celebra el mundo. / despiadado y bellísimo / que nos derrota»; y ecos juanramonianos que nos conectan con la eternidad: «Aspira sus olores. / La vida es una rosa / antigua y frágil».
El tercer movimiento abraza el entorno natural rebosante de belleza –flores, campos, animales, montañas, ríos…– como en la composición donde la interrogación encierra una reflexión profunda y atemporal: «¿Por qué, belleza, / florecen los cerezos, / desde qué savias?». En esta otra, lo esencial se apodera del lector con una fuerza inusitada: «Hambre y misterio / donde cantan los pájaros / a un dios sin nombre». Sencillez y eternidad, sabiduría ancestral transmitida a lo largo de los siglos con solo contemplar lo que tenemos delante: «Lo más sagrado / es este sol antiguo / sobre las piedras». No solo explora la hermosura de las flores más suntuosas, sino también aquellas que brotan de un terreno a priori yermo, reivindicando la belleza silvestre: «Cuánta hermosura / en las tierras baldías. / ¡Florece el cardo!». Dejan así estampas visuales, imágenes plásticas que nos evocan una paleta de colores inmensa y vibrante. Leyendo los haikus de este último grupo, inevitablemente asaltan los versos de la «Oda a la vida retirada» de Fray Luis de León. Porque, en última instancia, el aprendizaje de la vida no se encuentra en las ciudades, en su bullicio y artificio, sino en el contacto con los elementos naturales, en esos serenos pueblos donde los sentidos despiertan y nos hacen sentir más vivos, en profunda conexión con el flujo eterno de la existencia y la epifanía del presente, donde cada elemento del entorno nos entrega una enseñanza que nos ancla al ahora, donde el espíritu halla su morada transitoria y la sabiduría se revela en el silencio de lo inconmensurable. Así escribe Iniesta, con la contundencia de lo primordial: «Salgo a los campos / y existo. Es un templo / de luz, sin dioses».
En suma, Un montón de piedras trasciende la mera recopilación de haikus; es una invitación a la pausa en un mundo vertiginoso. José Iniesta despliega con maestría la esencia del haiku, pero su aportación va más allá de la descripción sensorial en coordenadas espacio-temporales, aspirando a captar la vibración misma de la existencia. Este libro se ofrece como una rendija al misterio de lo que somos, un destello para el lector que anhela encontrar la poesía en cada latido de la vida.

Un montón de piedras
José Iniesta
La Garúa. Colección Haiku 11. 110 Páginas

