Por Jesús Cárdenas.
Ciertos autores eligen someter sus obras a certámenes, midiendo su valía frente a la de otros, en busca de una confirmación de su interés. Tras haber experimentado los sinsabores del circuito editorial, prefieren que su trabajo alcance al público a través de la publicación de obras galardonadas, especialmente ante la posibilidad de que algunos concursos no lleguen a materializar sus promesas. En esta arena competitiva se bate el cobre José Quesada Moreno, un asiduo ganador de premios de relato y poesía, con dos libros de narrativa publicados y este volumen, El tiempo en el espejo (Diputación de Granada), su debut en el género lírico, que ve la luz tras obtener el premio andaluz de poesía «Villa de Peligros» 2024, un título por demás significativo.
El conjunto, compuesto por casi seiscientos versos articulados en un poema-pórtico y cinco secciones —«La lealtad de la semilla», «Los pájaros de la melancolía», «Dos camino del espejo», «A los muertos de mi felicidad» y «Testamento»—, exhibe una vertebrada cohesión y una progresión temática centrada en una variante del tempus fugit, que se manifiesta en una mirada retrospectiva, enhebrada por un enriquecedor poso de tradición literaria.
La ausencia de títulos individuales en los poemas, quizás deliberada, evita distanciamientos del título del volumen o de las divisiones temáticas. Quesada Moreno nos ofrece así un discurso fluido, que se ajusta al flujo de la consciencia, con versos de longitud variable que proporcionan diversos recipientes para un verso que se apoya en el ritmo endecasilábico.
El poema inicial inaugura un viaje íntimo donde el reflejo revela el rostro y, lo que es más importante, la herencia viva del progenitor: un diálogo entre memoria, linaje y amanecer. «Tu padre pervive en la dimensión de tus gestos / y tú te aprestas a seguirle los pasos, / a resurgir continuamente en él cada mañana, / ante el espejo». La imagen evoca a Rilke, con su reflexión sobre el alma que se refleja en lo cotidiano: ese renacer matinal es un rito poético donde la identidad se entrelaza con la sangre y el tiempo.
Estos versos iniciales configuran una atmósfera de introspección y desasosiego, donde la casa, más que un mero espacio físico, se erige como símbolo de una memoria encarnada en el individuo. Lejos de ser un santuario, el hogar se transforma en una entidad activa, casi hostil, que respira, observa e impone su presencia. El «aliento calcáreo» no es una simple imagen sensorial, sino una metáfora de la erosión del tiempo sobre la conciencia, de los sueños convertidos en sedimento, en residuos inertes de una historia que retorna constantemente.
Desde una perspectiva existencialista, esta configuración simbólica alude a una condición humana marcada por la tensión entre pasado y presente, entre lo que se fue y lo que se es. El verso «ya tarde para saberlo, sabrás» condensa, con eficacia, esa angustia ontológica: el saber que siempre llega demasiado tarde, cuando ya no puede redimir ni transformar. Como sentenciara Jean-Paul Sartre, «el hombre está condenado a ser libre», y esa condena implica hacerse cargo de un pasado que, aunque inalterable, continúa determinando el presente desde las sombras.
El sujeto explora instantes pretéritos, trayendo a colación imágenes «al borde del agua cautiva de la alberca», o aludiendo a la ropa tendida «como metáfora del tiempo detenido». En un par de versos se cifra un contenido evocador: «Como este hombre que lo mira / sujeto eternamente a su memoria». La herencia se manifiesta con fuerza, pues el individuo presente es resultado de lo legado por sus antepasados. Al excavar un surco en la tierra y cubrirlo, se revela: «Todo lo que herede de mi estirpe».
La voz poética se adentra en el umbral de lo irrealizado, en la región onírica donde habitan los amores posibles, los cuerpos apenas imaginados. En ese anhelo de la vida latente que se esconde en lo invisible, resuena la influencia de Rilke: «te preguntas en qué pliegues del sueño / se quedaron, inéditos, muertos antes de llegar, / los cuerpos que creíste haber amado».
El recuerdo adopta la forma de un ritual casi arqueológico, pero cotidiano: excavar entre el polvo y los años, canciones que emergen, como se aprecia en estos versos: «Mis discos de Leonard Cohen y Janis Joplin / […] me llaman de vez en cuando / desde sus tumbas de polvo en mi trastero. // Me obligan a remover el peso del olvido / apartar con mis manos la tierra de los años». Esa insistencia en que la memoria consiste en una invitación a remover estratos, lo que recuerda a Los cuatro cuartetos de T. S. Eliot.
A partir de la tercera sección, se aprecia una metamorfosis en el tono: la voz poética ya no interroga ni evoca, sino que asume, con una melancolía serena, el paso irreversible del tiempo: «tu juventud alegre, […] aquel instante supremo del amor / en que los pájaros anunciaban con su canto / el tiempo de los besos». Al examinar los dos últimos versos, descubrimos, en primer lugar, una hermosa sinestesia: el canto de las aves es sonoro y además encarna un estado afectivo. En segundo lugar, la metáfora temporal «el tiempo de los besos» evoca una vivencia íntima en una etapa vital específica, otorgando al amor una dimensión cósmica y cíclica.
La conciencia del tiempo se agudiza: el sujeto lírico se enfrenta al desfase entre lo que fue y lo que es, como si la identidad se hubiese desdibujado en el espejo del presente. «Con estos ojos que ya no son los tuyos» se certifica la paradoja, que no es solo una afirmación de la pérdida física, sino una profunda escisión interior: mirar el pasado con una mirada que ya no pertenece al que lo vivió. En otra composición, sentencia: «Nunca seremos el mismo dos veces», estableciendo un principio existencial de mutación continua en diálogo con Heráclito, pero también con la poesía de Pizarnik, donde el yo es fragmento, eco, sombra.
El verso «Las calles ya no dicen tu nombre en la penumbra» integra una evidente personificación, donde el entorno urbano adquiere voz y memoria, acentuando la sensación de tiempo transcurrido y añadiendo una dimensión espacial al olvido: junto al cuerpo cambiado, el entorno que deja de reconocer al individuo. De igual modo, ese otro verso, «y sin conciencia del miedo», revela un desapego emocional, que podría interpretarse como madurez.
Con un tono sereno, cargado de resonancias íntimas, el volumen se transforma, hábilmente, en una elegía del «yo», una exploración de la transformación invisible que el tiempo impone sobre lo vivido, lo sentido y lo recordado. Los símbolos, como «los pétalos ajados», «un barco fantasma» o «el ave que cruza», evocan un tiempo transitado. A pesar de todo, se plantea la duda, porque acaso el recuerdo conlleva ficción, y puede ofrecernos elegantes mentiras en lugares encantadores: «Es una mentira la memoria, / un escenario falaz donde nunca has estado».
La sección «Testamento» refuerza esta idea del cuerpo como archivo, como vestigio que el tiempo endurece. Así escribe: «… Con qué presuroso asedio / las comparto en estas horas en que escribo / mi leve testamento de agua y mi balance». Los poemas oscilan entre la evocación y la conciencia, entre lo que se recuerda y lo que se descubre demasiado tarde. De este modo, la memoria es evocación, presencia que transforma y reclama.
El cierre del poemario se eleva en tono elegíaco y reflexivo, dejando al lector en suspenso con una interrogación retórica final que resuena más allá del texto: «¿para qué demonios sirve un poeta muerto?». Este lúcido verso condensa toda la tensión entre la persistencia del arte y la fugacidad de la vida. La voz poética, en ese gesto de «cerrar los ojos» y «abrochar tras de sí las hebillas del tiempo» (que contiene otra metáfora temporal), parece sellar un ciclo vital, y, por extensión, la conciencia de que, una vez cumplida la experiencia, poco queda más allá del acto poético mismo.
Así, El tiempo en el espejo concluye en un tono de agotamiento consciente, donde la poesía no se proclama como salvación, sino como interrogante abierta.

