
San Jerónimo, traductor de la Vulgata
José Luis Trullo.- «Traduttore, traditore», reza el adagio, apuntando con el dedo y, a la vez, absolviendo a quienes trataron, tratan, tratamos de volcar el contenido de una lengua a otra, reproduciendo en la medida de lo posible la verdad y la belleza del original, sabido es que no siempre con éxito.
A propósito de los retos, los límites y las oportunidades que brinda el ejercicio de la traducción en su sentido más noble -esto es, en la medida en que implique un esfuerzo intelectual y una voluntad de servicio-, tuvimos ocasión de departir durante el breve aunque animado coloquio que se celebró en el reciente III Congreso Nacional de Humanistas, celebrado en la ciudad de Sevilla hace unos días. Fue tras la lectura de las comunicaciones de la cuarta mesa, titulada «Hermenéutica, traducción, ambigüedad», que contó con la participación, por este orden, de Alfonso Lombana, Alberto Martínez-Cordone, Helena Terrados y Ana Alonso; además, desde la platea participamos Ada Naval y un servidor. Todo ello tuvo como escenario el Aula de Grados de la Facultad de Filología de la universidad hispalense.
La cuestión a debatir era tan simple de plantear como dudosa de resolver: si la traducción se debe antes, y por encima de todo, a la fuente de la que bebe, que al lector al que se dirige, o bien si el complejo equilibrio entre ambos polos ha de decantarse en favor del segundo, habida cuenta de que, si se traduce un texto, es para que sea leído por alguien que, de otro modo, carecería de acceso a él.
Cierto es que el debate se abordó desde las claves planteadas, de manera magistral, por Terrados a propósito de la teoría de la traductología del humanista italiano Leonardo Bruni, cuya síntesis se puede leer aquí. La idea de fondo se resume en el principio básico de que el traductor no solo está obligado a captar la densa malla de referencias culturales que subyacen al texto de partida, sino que debe conocer y dominar las que configuran y determinan el contexto de llegada. En esta clave, y esta imagen es mía, el traductor asumiría un papel análogo al del pianista que, ante una partitura, ha de respetar el espíritu de la obra original, pero sin doblegarse a ella como para limitarse a ejecutarla haciendo caso omiso de su auditorio y, lo que es peor, absteniéndose de «comprender para transmitir» la pieza en cuestión. Es por ello que, en el debate, me permití plantear el concepto de versión como el más adecuado para acoger lo que una traducción ha de trasladar de un idioma a otro: un arco melódico, un decurso rítmico, sí, pero también unos armónicos semánticos (algo tan arduo de definir como fácil de percibir, cuando comparecen).
En efecto, un traductor está moralmente obligado a erigirse en puente entre dos mundos y, a menudo, entre dos épocas, las cuales debe conocer de manera suficiente como para captar cualquier matiz que no pudiese escapársele a ningún lector, ni de la obra original, ni de la traducida. Esta tercería lingüística exige el dominio de una copiosa pléyade de referencias de toda índole: históricas, literarias, sociales, políticas… Como es natural, por mucha erudición que sea capaz de atesorar un traductor, nunca podrá dominarlas todas, aunque sí es deseable que aspire a controlar el mayor número de ellas.
Sin embargo, nada de ello sería suficiente si faltase en el traductor una sensibilidad exquisita para la belleza, en el sentido más fuerte del término, es decir: no como mera disposición formal, sino también en cuanto pulsión espiritual. En efecto, el continente de una obra (su constitución perceptible por el entendimiento) no podría desplegar todas sus virtualidades si al traductor se le escaparan esos exquisitos matices, de toda clase, que permiten a las palabras trascender su función primaria, comunicativa, para alcanzar una excelsa, poética, en el sentido prescrito por Jakobson. Ni que decir tiene que no se exige la misma capacitación estética para volcar una tragedia clásica que un tratado de retórica; aun así, una traducción desconsiderada para con el lector puede convertir la lectura de este último en una auténtica tortura… y me abstendré de dar ejemplos.
Al final, el traductor se encuentra ante el texto que ha de traducir en el mismo compromiso que el autor ante la idea a la cual trata de dar forma: ambos han de inmolarse en el altar de la obra para, sin perder de vista la inspiración que le insufló vida y conduce su desarrollo, dar a luz una propuesta consumada. Sin abusar del lenguaje, pues, podríamos hablar de la traducción como de una nueva creación, o al menos, de una recreación original, dotada de autonomía y valor propios… lo cual nos permitiría remedar el adagio inicial del siguiente modo: traduttore, ricreatore.
En una época como la nuestra, en la que a gran velocidad los traductores se están viendo desplazados por las emergentes herramientas digitales, cabe reivindicar, de manera decidida, el papel de los mismos como auténticos anfibios civilizatorios, en la medida en que se sumergen en las aguas de dos océanos para poder ponerlos en comunicación. Una proeza tan descomunal jalona toda la historia de nuestra cultura, en la cual la traducción de una obra antigua ha transformado sus avatares de manera radical: recordemos la de la Vulgata, de San Jerónimo, o la de la Poética de Aristóteles acometida por Giorgio Valla, por no hablar de las que salieron de las prensas de Aldo Manuzio. Ni siquiera es concebible el concepto de cultura occidental sin la esforzada labor de cientos de traductores, muchas veces anónimos (cuando no ninguneados), que, a modo de alados mercurios, han trasladado las mejores esencias del pasado al presente, y con ello también al futuro.
Sin los traductores, las culturas vivirían ensimismadas en su raquítico aquí; las épocas, en su paupérrimo ahora. Ningún algoritmo poseerá nunca, jamás, la sensibilidad necesaria para comprender la importancia de los tesoros del pasado y asumir personalmente la tarea de consagrarse a su traducción, ni el entusiasmo imprescindible para llevarlo a cabo con la necesaria responsabilidad que conlleva la misión. Solo por eso, mantengamos viva la esperanza de que, en parte también gracias a los traductores recreadores, y a pesar de todas las innovaciones tecnológicas habidas y por haber, lo humano… prevalecerá.


