Por Jesús Cárdenas.
La reflexión profunda sobre la relación entre el tiempo, la memoria y la realidad puede conducirnos a interacciones especialmente reveladoras. Una de ellas reside en la hipótesis de que la memoria no sea únicamente un archivo del pasado, sino un campo de acción dinámica, en constante diálogo con la imaginación, capaz de modelar nuestra percepción y de condicionar la comprensión del entorno emocional y experiencial. En este incesante intercambio entre lo vivido y lo imaginado, la memoria se erige como un territorio donde el pasado se reinventa y el presente se vuelve más permeable a la emoción y al sentido. Es precisamente allí donde la palabra poética encuentra su espacio natural: en la unión entre las corrientes del recuerdo y las aguas movedizas del ahora, revelando una verdad que no se impone, sino que se insinúa.
Desde esa premisa puede abordarse la lectura de la última entrega lírica de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967), quien, tras ocho publicaciones anteriores y la antología Bosques de Polonia (Ayto. de Iznájar), que reunía veinticinco años de escritura poética, publica ahora Corriente invisible (Bartleby Editores).
En algo menos de medio centenar de poemas, agrupados en dos secciones —«Acceso» y «Subterráneo»—, Ginés construye un itinerario lírico de notable coherencia interna. Ambas partes podrían, en efecto, integrarse en una sola, pues la homogeneidad temática y la sólida urdimbre emocional que las recorre hacen de Corriente invisible un todo unitario, donde el tránsito entre la superficie y lo profundo se asume como metáfora vital. Aquello que parece invisible —lo que va por dentro, lo inadvertido por la prisa o el dolor— adquiere voz y consistencia. Quizá el tono se intensifique en la segunda sección, donde la conciencia del tiempo y la fragilidad del ser alcanzan una hondura más áspera y confesional.
Las emociones que habitan en el sujeto poético, así como en los personajes que cruzan su mirada, son tratadas con una lucidez casi escéptica: se duda del poso que el recuerdo deja, se examina la autenticidad de la emoción y se mide su resonancia en el presente. El volumen se abre con «El arco de la pisada», poema en verso libre sostenido por imágenes visuales de notable eficacia, donde la reiteración de ellos —referido a los pies— articula una meditación sobre la existencia como trayecto. Los versos finales condensan una conciencia del paso y de la permanencia: «serán ellos [los pies] / los que digan que estuve / cuando no pueda moverme. Ellos, / la historia de mis trayectos, / la palabra del camino, / el arco de la pisada».
En «Lo posible», la voz poética celebra la vida concedida y el don de la gratitud: «lo posible aún, / desaparecer hacia otra nueva vida / sin el peso de las alas y los recuerdos». La musicalidad de estos versos, combinada con una imaginería visual de gran plasticidad, configura uno de los rasgos más constantes del poemario, y sugiere que la posibilidad de renacer reside en la liberación de aquello que nos ata al pasado, en un acto consciente de ligereza frente al peso del recuerdo.
El pasado, de manera recurrente, se reconstruye en la memoria, como puede observarse en los encuentros con las maestras: «mientras aún respiran y pueden contarme / cómo era de pequeño, […] o ya andaba absorto / en ese mundo, que en secreto / construir / a escondidas». La intimidad de estos recuerdos muestra cómo la infancia, aunque invisible, sigue configurando la mirada adulta, marcando un espacio donde la memoria y la imaginación convergen. La tensión entre presencia y ausencia se intensifica en «Una respuesta que no duela»: «No entiendes qué sucede, / la lógica absurda de estar un día / y desaparecer al instante», reflejando el desconcierto ante la fugacidad de la vida y la inevitabilidad de la pérdida.
En «Herencia», la voz poética analiza la transmisión de emociones y legados familiares: «Mi padre me dejó el impulso, / mi madre la nostalgia, / y nunca supe bien qué hacer con ellos». El poema propone que la identidad se construye en el diálogo entre lo recibido y la capacidad de reinterpretarlo, mientras que en «Dentro de diez años» aflora la incertidumbre del futuro: «no sé dónde estaré, / si habrá alguien esperándome, / si podrá reconocerme, / si me quedará una sonrisa». Estas dudas culminan en «Fortuito», donde la voz reconoce que «las respuestas no llegan a tiempo / ni las preguntas son inocentes», recordando que, incluso lo aparentemente casual, está cargado de sentido.
En la segunda parte del libro, el lector se enfrenta a una intensidad emocional que rehúye el artificio, buscando en cambio la hondura de lo íntimo y las pequeñas revelaciones que emergen del gesto cotidiano. En «Pequeño planeta», evocando el síndrome de la mariposa, se afirma: «Una vez quisimos este planeta, / y no supimos cuidar ese idilio», un lamento por la fragilidad del mundo, pero también por la precariedad de los afectos y la torpeza humana para sostenerlos. La voz poética, próxima al tono confesional de Jaime Gil de Biedma o a la ternura reflexiva de Luis García Montero, asume aquí una conciencia dolida del tiempo y de la pérdida. En «Cortometraje», la ausencia se convierte en materia de reflexión: «Un hueco es un trozo de vacío, ausencia, / y así solo queda proyectar todo lo que hubo», donde la memoria se proyecta como imagen fugaz, residuo luminoso de lo que ya no está. El poema actúa entonces como registro, como intento de fijar lo que se desvanece, y así se percibe en «Retrato en un piso de la judería»: «Todo eso y más / solo en el recuerdo, / a punto de perderse en el olvido».
La culminación llega con «Qué», donde la experiencia sensorial se expande hasta rozar lo trascendente: «Que suene la risa, / que nos duela la mandíbula y los dedos / de sentir cerca lo imposible / y apenas poder tocarlo». La poesía se presenta aquí como vivencia encarnada, física y cognitiva, una forma de conocimiento que se abre al estremecimiento y a la conciencia del límite.
Se trata de una poética de la memoria que, en estrecha relación con un intimismo minuciosamente construido, logra, sin embargo, desplegarse con la apariencia de una naturalidad desarmante. En «Corriente invisible», esa tensión entre lo vivido y lo presentido se expresa con una sencillez que esconde un profundo trabajo de contención: «Podrías ser tú una de esas risas / que no desea que ahora se rompa / la magia del momento, que perdure / el destello de lo inaudito, / lo que todavía puede suceder». La voz poética se aferra a la posibilidad, a ese instante suspendido donde el tiempo parece detenerse. Hay aquí una búsqueda de permanencia en lo efímero, una voluntad de rescatar del olvido la emoción intacta, como si la palabra misma aspirara a conservar el temblor de lo que aún late en la memoria. En esta sensibilidad se advierte la herencia de la poesía meditativa de Ángel González, donde el tono conversacional se convierte en una forma de resistencia ante la fugacidad del presente.
Tres joyas se nos revelan en este recorrido: «La otra parte», «Plegaria» y «Frente al cristal». La atmósfera se densifica, se vuelve más dolorosa, y sin embargo persiste la búsqueda de la luz: «Deberíamos fijarnos en la oscuridad, / en que oculta una parte de las cosas, / y tenemos que intuir el resto», escribe Ginés, con una lucidez que recuerda la mirada compasiva de José Ángel Valente. En «Frente al cristal», dedicado a un amigo, el tono alcanza su máxima delicadeza: «Las cristaleras permiten / recibir el tratamiento / mientras te hipnotiza la distancia. / Hay sonrisas, confidencias, / esperanza en que la quimioprofiláctica / cumpla con su trabajo».
Corriente invisible se revela, en suma, como un ejercicio de introspección y desvelo, donde la palabra poética actúa como cauce de memoria y conciencia. Es un territorio donde pasado, imaginación y percepción dialogan en una tentativa de reconciliar lo vivido con lo que aún fluye —silencioso, vulnerable— bajo la piel del tiempo. En última instancia, el libro nos recuerda que toda escritura es un acto de memoria: un modo de permanecer, de rescatar lo que fue y de proyectarlo hacia lo que todavía puede ser. Porque, en definitiva, la poesía —como la memoria— no guarda, sino que reinventa.

