Por Faustino Lobato.
Aunque Santiago Méndez nace en Tetuán, 1957, su adolescencia transcurre en Higuera la Real (Badajoz) y, más tarde, en Badajoz ciudad. En Sevilla concluye los estudios de Filología. Después regresa a Marruecos, impregnándose en Ceuta de la cultura andalusí-marroquí.
Esta nueva entrega de Santiago Méndez sorprende por su expresión lírica, pues nos tiene acostumbrados al género narrativo, como en su anterior libro La muerte y los silencios (2025)*.
En la duna blanca, poemario de 86 páginas prologado por Miguel Veyrat y editado con excelencia por Aliar Ediciones, enfrenta al lector con la pasión amante y el dolor por la muerte de la amada. En ella, el autor expone su visión norteafricana de la vida y la muerte.
El libro se divide en tres partes.
La primera subraya, con gran lirismo, las emociones que suscita la amada muerta. Predomina el tono elegíaco en los treinta y un poemas de esta sección, muchos de ellos estructurados como epigramas, donde anáforas y repeticiones enfatizan el amor y sus consecuencias: «Ya no sé / si florecen / las rosas… // ya no sé / a qué huelen / los abrazos… // ya no sé / si hay deseo… // ya no sé / si he visto / tu rostro rescatado de la eternidad del olvido».
Destacan en este apartado las referencias a lugares que el imaginario ha marcado como románticos. Lejos de resultar tópicos, se transforman en puntos luminosos que delinean el universo amoroso: Véneto, donde «atemperan las barcas su fluir por el canal, prendido su corazón al ojal de la belleza»; el Sahara, «estoy vivo por ti. / campos de piedras, desierto»; y Palacio Bahía (Marrakech), poema brillante de dos largas estrofas donde se soporta «el embate de la noche».
Las otras dos secciones adoptan el tono lírico de intertextos memorables.
La segunda parte se abre con la cita de Ibn Arabí: «Escúchame, mi amor, soy la verdad del universo, el centro de las circunferencias». Esta nos invita a descubrir la naturaleza del corazón humano, en perpetuo movimiento. El texto del místico sufí introduce trece poemas de tres versos estructurados como haikus, presentados en español y francés. Más que recurso estético, este bilingüismo constituye un gesto hacia la memoria de la amada. En ellos se subrayan el amor como incendio, el mar como espacio de lo amado, y la espera, los silencios y la noche como territorios esenciales del amor.
La tercera parte se abre con una cita de Ángel González: «Todo lo consumado en el amor no será nunca gesta de gusanos». Reafirma la infinitud del amor. Los diez poemas finales expresan la aceptación amarga de la realidad. Se inicia este apartado con la rotunda afirmación: «estás a pesar de las mareas…», a pesar de volver con las manos vacías, a pesar de «escurrirse el nombre» de la amada «con la arena de la duna blanca**». Esta metáfora resume el proceso interior del duelo.
La reflexión inicial —«estás, a pesar de las mareas… Estás allí»— eleva la mirada del yo poético hacia el tú amado, en un movimiento donde el fatum se une al dolor, «pétalos que asfixian la luz», hasta tornarse en «impostura del poema». La luz, en «sus diez estaciones»***, recorre una geografía emocional: de la aurora, que «derrama miel», hasta la noche «no oscura». En la memoria del ser querido importa dominar «la sombra / tatuada en la piel / con rastro de ceniza», en un espacio donde «el ámbar domina el aire» y desaparece «el miedo de leer lo que duele».
En suma, el centro de gravedad de En la duna blanca es Rajae Safraoui, «en quien todo concluyó». Rajae —que significa “esperanza” en árabe— es una persona real transformada en personaje poético. A través de los versos, adquiere cuerpo hasta convertirse en símbolo de la ausencia, el deseo y la memoria: «Dime tú, amada, / por qué vuelan los pájaros si tu corazón no late // Por qué mi mano destinada a la tuya / se esconde en el bolsillo / fría».
Santiago Méndez logra que lo particular se torne universal y que el contenido trascienda los ámbitos locales mediante la fuerza expresiva de su lírica. En la duna blanca es, sin duda, un magnífico poemario que, con resonancias místicas, habla de la memoria de lo efímero.

En el ámbito de la gestión literaria, fundó la revista Melquiades y, algunos años después, la revista digital Abismos del Suroeste, junto a Isidro Bueno y Fidel Perera. En esta última publicó su primer libro de poemas, Canción de los años y la serpiente. El libro aquí reseñado constituye su segunda obra poética.

