En muchas obras literarias aparece el ajedrez de fondo como elemento decorativo que no tiene, aparentemente, mayor importancia, pues, en efecto, ¿qué casa burguesa no tiene a la vista, como al descuido, un tablero más o menos vistoso de ajedrez? Los ejemplos son numerosos y en algún momento tendremos que dedicarles alguna atención. Uno en el que podemos fijarnos de momento, es el de La vida instrucciones de uso, y no es de extrañar. Esta rarísima y enorme novela de Georges Pérec, apenas narrativa, describe minuciosamente todos los apartamentos de un bloque de viviendas en los segundos anteriores a la muerte del habitante de uno de ellos, Bartlebooth, al que puede considerarse el protagonista de la obra y del que enseguida hablaremos. Por supuesto, en algunas de las estancias hay un tablero de ajedrez que es descrito con todo detalle.

Uno de ellos, por ejemplo, es un recuerdo exótico de los años que la propietaria, la vieja Flora Albin, vivió en Siria, una época anterior y mejor (ahora vive de alquiler en una buhardilla en principio destinada al servicio, pero en Damasco su marido vivía muy bien de un negocio de préstamos) de la que presume ante otros vecinos: “A Valène, por ejemplo, le hizo admirar un juego de ajedrez de madera de palisandro con incrustaciones de nácar y un rebab, un violín árabe de dos cuerdas, considerado del siglo XVI”. La delicadeza y el lujo dan lugar a figuras imaginativas para representar a las piezas tradicionales, como el “pequeño unicornio de jade, salvado de un precioso juego de ajedrez” que conserva Gaspard Winckler, uno de los potentados del edificio o las piezas “de fantasía” imitación marfil (donde no hay lujo hay kitsch) olvidadas en el sótano de los Rorschach: un caballo que es “una especie de dragón” y un rey que es un Buda sentado. Es de destacar cómo la atención al detalle de Pérec espolea la imaginación y hace pensar en otras posibilidades: en un ajedrez marino los caballos podrían ser delfines y en uno eclesiástico los peones monaguillos… En todo caso, el ajedrez está siempre a punto de ser material fungible, y así aparece entre la lista de objetos perdidos en la escalera a lo largo de los años “un tablero […] de viaje de cuero sintético con piezas magnéticas” cuyo dueño posiblemente echaría de menos en su momento pero que ya ni siquiera recordará.

No obstante, como en toda gran obra, los elementos decorativos tienen también una función semántica, y así ocurre aquí con el ajedrez, que es uno de los motivos que estructuran la obra al modo de una ópera o de una sinfonía. Visto así, el tema del ajedrez se relaciona muy de cerca con el tema principal de toda la novela, el del puzle, verdadero hilo conductor de toda la obra, desde el preámbulo (cuatro páginas de reflexión sobre este juego que se repiten íntegras hacia la mitad de la novela) hasta el último capítulo a través de la historia de Bartlebooth. Este es un diletante que en un momento dado alumbra un proyecto desmesurado y absurdo: dedicará diez años a aprender a pintar acuarelas de su vecino el pintor Valène, después veinte a pintar marinas en acuarela en puertos de todo el mundo a razón de una cada quince días para enviarlas a un artesano especializado, su vecino Gaspard Winckler, para que las convierta en puzles de setecientas cincuenta piezas, y por último otros veinte años a resolver los puzles en su apartamento, de nuevo uno cada quince días, para finalmente borrarlos con una solución detersiva. “Así”, puntualiza el narrador, “no quedaría ni rastro de aquella operación que durante cincuenta años habría movilizado por entero a su autor”. Pues bien, como puede adivinarse, el ajedrez, juego geométrico por excelencia, se relaciona con el puzle. Por ejemplo, Bartlebooth, ante el rompecabezas, se conduce con el orden de “un jugador de ajedrez que elabora su estrategia ineluctable e imparable” y procede en efecto con método matemático a clasificar cada pieza por formas, colores o detalles distintivos como el ajedrecista que en la apertura busca las mejores ubicaciones para las suyas. Los puzles de Bartlebooth tienen por otra parte, como es obvio, un valor artístico que muchos aficionados perciben también en el ajedrez (aunque curiosamente diría que en la literatura no se suele señalar). También Pérec sugiere esta relación al introducir los “martes de Hutting”, veladas artísticas organizadas por este pintor en la década de los sesenta en la primera de las cuales él mismo y su colega Grillner pintaron un cuadro “relevándo[se] cada tres minutos ante la tela como si disputaran una partida de ajedrez”, actividad que en algunos casos quizás podría verse también como una obra artística colaborativa. 

Pero del ajedrez, como de los cuadros de Hutting, diría que resulta más llamativo y más importante que lo que tengan de estético lo que tienen de intrascendente, inútil y gratuito, matiz que nos sitúa de lleno en la posmodernidad, esta edad nuestra siempre falta de propósito. Porque, en efecto, ¿cuál es el propósito profundo, espiritualmente significativo, de los “martes de Hutting” por más que el proceso creativo se complique después con la participación de músicos de jazz, bailarines o modistos, o del delirante proyecto de Bartlebooth? La respuesta, creo, es que la pregunta está mal planteada, o al menos que la pregunta es anacrónica por su romanticismo. No se busca aquí una sublime elevación espiritual, sino algo mucho más modesto, aunque quién sabe si no tan importante: un pasatiempo, un hobby, que no es algo en absoluto menor o despreciable, sino quizás una forma distinta, más humilde, de ensanchar el alma en instantes “embriagadores y […] efímeros”. Merece la pena copiar los dos párrafos que los describen:

La mayor parte de las veces, afortunadamente, al término de aquellas horas de espera, después de pasar por todos los grados de la ansiedad y la exasperación controladas, alcanzaba [Bartlebooth] una especie de estado semiconsciente, un ensimismamiento, un embotamiento de lo más asiático, análogo quizás al que persiguen quienes practican el tiro al arco; un olvido profundo del cuerpo y del  blanco que pretenden alcanzar, un espíritu vacío, perfectamente vacío, abierto, disponible, una atención intacta pero flotando libremente por encima de las vicisitudes de la existencia, las contingencias del puzzle y las emboscadas del artesano. En aquellos instantes veía, sin mirarlas, con qué precisión encajaban unas en otras las delicadas figuritas de madera y podía, cogiendo dos piezas en las que nunca se había fijado o que pensaba que no podían materialmente juntarse, reunirlas con un solo gesto.

Esta impresión de gracia duraba varios minutos y Bartlebooth tenía entonces la sensación de ser vidente: lo percibía todo, lo comprendía todo, hubiera podido ver cómo crecía la hierba, cómo el rayo hería el árbol, cómo la erosión limaba las montañas como una pirámide desgastada muy lentamente por el ala de un pájaro que la roza […]

Esta combinación de arte y hobby, este hobby artístico que son los rompecabezas y el ajedrez los simboliza discretamente la reproducción en un tablero en el despacho de Cyrille Altamont de la “Siempreviva”, partida de ajedrez disputada entre Andersen y Dufresne en 1852 justo en la posición que permitió al primero sacrificar consecutivamente sus dos torres y su dama para dar jaque mate, ejemplo perfecto de belleza producida por una afición cualquiera y concebida, es de imaginar, en un estado de inspiración muy similar al que Bartlebooth siente a veces con sus puzles. Similar, añadiría yo, a la que debió sentir Pérec escribiendo la novela que nos ocupa, porque la propia obra fue para él un entretenimiento intrascendente (recordemos que no narra propiamente una historia, sino que describe un edificio) que debió requerir sin embargo una dedicación extrema de carácter muy similar a la que requieren un puzle o una partida de ajedrez. La vida instrucciones de uso, de hecho, es una solución al problema del caballo, que consiste en cubrir con un caballo y respetando su característico movimiento en L todas las casillas del tablero de ajedrez pasando solo una vez por cada una de ellas. Pues bien, el orden que siguen los capítulos de esta novela describiendo alternativamente distintas estancias y dependencias del edificio es el resultado de aplicar ese problema no a una cuadrícula de 8×8 como es un tablero de ajedrez, sino (más complicado) de 10×10. ¿Qué necesidad tenía Pérec? Sospecho que la misma que Bartlebooth, que visto así parece cada vez más un trasunto de su autor.

Ahora bien, incluso los hobbies más absorbentes están condenados al fracaso como todo lo humano. Decíamos que la novela se ocupa de los segundos anteriores a la muerte de Bartlebooth, que ocurre cuando está a una sola pieza de completar el puzle cuatrocientos treinta y nueve. ¡Pero la pieza no encaja! “El hueco negro de la única pieza no colocada aún dibuja la figura casi perfecta de una X. Pero la pieza que tiene el muerto entre los dedos tiene la forma, previsible desde hacía tiempo en su ironía misma, de una W”. Broma, sarcasmo o venganza de Winckler, qué más da. ¿No es así la vida misma, a la que siempre le falla alguna pieza aun en el mismo momento en que por fin todo parece a punto de encajar? Los hombres estamos condenados a la incompletitud y quizás por eso disfrutamos de los rompecabezas y del ajedrez, donde, al contrario que en la vida, nuestro esfuerzo y nuestra inteligencia pueden de hecho llevarnos a la victoria. Pero por lo mismo son esfuerzos fútiles frente a la violencia y al sinsentido del mundo en que se desarrollan, como sugiere -primera aparición o preludio del motivo del ajedrez- la muerte del ingeniero general alemán Pferdleichter en un atentado cometido por la resistencia partisana en el París ocupado de la Segunda Guerra Mundial. “Pferdleichter murió de un disparo de bala a las diez menos cuarto -hora alemana-, en el gran salón del hotel, mientras jugaba una partida de ajedrez con uno de sus ayudantes”.

¿Qué concluir de todo esto? En una novela cuyo título la presenta como un manual de instrucciones de la vida, parece imperativo intentar interpretar los temas centrales en relación con nuestra forma de vivir. La pregunta es entonces: ¿qué sentido tienen los hobbies? ¿Para qué sirve aprender a pintar, resolver puzles, estudiar las aperturas de ajedrez, plantear problemas matemáticos irresolubles, comenzar a tocar un instrumento, dedicar años de juventud a una tesis doctoral? ¿Esa inmensa cantidad de tiempo se regala de la vida o se roba de la muerte? No dejan de ser preguntas, en realidad, sobre el sentido de la vida, pero creo intuir la respuesta de Bartlebooth, y también la de Pérec: ¿hay acaso muchas cosas mejores que hacer? Quizás, visto así, la literatura y el ajedrez sean dos de las formas más elevadas de emplear la vida humana.