Redacción.
Una gran aventura de un maestro de las creaciones infantiles y juveniles.
Fray Perico es el título de una serie de nueve libros infantiles, y del personaje ficticio que protagoniza los mismos, publicados entre 1980 y 2005, por el escritor español Juan Muñoz Martín (1929-2023). El primer libro de la serie se titula Fray Perico y su borrico (1980), obra que obtuvo el año anterior el II «Premio El Barco de Vapor».
En el siglo XIX, la llegada de fray Perico y su borrico Calcetín va a trastornar la apacible existencia de los veinte frailes de un convento de Salamanca que viven haciendo el bien y repartiendo lo poco que tienen. El convento no tardará en vivir situaciones disparatadas, llenas de humor y alegría, gracias a este simpático personaje. Una divertida historia de aventuras sobre un fraile y su borrico.
«Pues señor: esto eran veinte frailes que vivían en un convento muy antiguo, cerquita de Salamanca. Todos llevaban la cabeza pelada, todos llevaban una barba muy blanca, todos vestían un hábito remendado, todos iban en fila, uno detrás de otro, por los inmensos claustros. Si uno se paraba, todos se paraban; si uno tropezaba, todos tropezaban; si uno cantaba, todos cantaban.
Daba gusto oírles trabajar. Uno serraba la madera, otro pelaba patatas, otro cortaba con las tijeras, otro golpeaba con el martillo, otro escribía con la pluma, otro limpiaba la chimenea, otro pintaba cuadros, otro abría la puerta, otro la cerraba. Kikirikí, cantaba el gallo: todos los frailes se levantaban, se estiraban un poquito y bajaban a rezar. Tan, tan, tocaba la campana fray Balandrán: los frailes corrían a comer o a cantar o a trabajar.
Todos rezaban juntos, estudiaban juntos, abrían y cerraban la boca juntos. Fray Nicanor, el superior, era un fraile alto, seco y amarillo; tenía una larga nariz y unos brazos muy largos. De cuatro zancadas recorría el monasterio. Era muy bueno y tenía fama de sabio, aun que había otro más sabio que él, pues tenía en la cabeza metidos todos los libros de la biblioteca: un millón, poco más o menos.
Le preguntabas los ríos de Asia y lo sabía; le preguntabas cuántas son ocho por siete y lo sabía. ¡Lo sabía todo! Este fraile era fray Olegario, el bibliotecario, que tenía ciento y pico años. Estaba más arrugado que una pasa y más encorvado que el mango de su bastón. Tenía reuma y cuando llovía se le hacía más pequeña una pierna.
Los frailes se pasaban todos los días rezando, leyendo libros muy gordos, durmiendo poco, trabajando mucho. Había una imagen de San Francisco en la iglesia, y los frailes le tenían mucha devoción. Fray Bautista, el organista, un fraile pequeñito y viva racho como una ardilla, tocaba en el órgano las mejores cosas que sabía. Pero era un pesado.
Había un fraile que se pasaba dando vueltas a la chocolatera todo el día. Hacía chocolate de almendras. Este era fray Cucufate, el del chocolate. Fray Pirulero, el cocinero, era regordete y colorado, como todos los cocineros, y tenía los pies anchos. Andaba de lado, como los patos, y tenía un gorro blanco en la cabeza. Pues déjate que fray Mamerto, el del huerto, ¡pasaba con cada brazada de zana horias!… ¡Con lo que le gustaban a San Francisco las zanahorias!
Pero del pobre San Francisco nadie se acordaba. Algunas veces le sacaban en procesión, le daban una vuelta por el pueblo y enseguida a casa. Los frailes no jugaban nunca. Con trabajar les sobraba. Allá en el torreón estaba todo el día fray Procopio, el del telescopio; estaba calvo de tanto hacer cuentas y experimentos con frascos y líqui dos. Un día mezcló bicarbonato, ácido sulfúrico y un poquito de lejía, y la que se armó. ¡Cataplum! La capucha salió por un lado, las sandalias por otro 8y el gato por otro, con el rabo chamuscado.
Bueno, fray Silvino tenía la nariz colorada de tanto oler el vino, y los pies negros de pisar las uvas. Otro que trabajaba mucho era fray Ezequiel, el de la miel. Era un hombre dulce y hablaba muy bajito. Go teaba miel hasta por la barba. Las moscas le seguían por todas partes, hasta cuando se iba a la cama. Punto y aparte era fray Rebollo, el de los bollos.
Era el panadero. Iba siempre manchado de harina de pies a cabeza. Y qué frío debía de pasar San Francisco en el altar. El aire se colaba por debajo de la puerta como Pedro por su casa. San Francisco se metía las manos en los bolsillos cuando nadie le veía. Para colmo de males, un día se abrió una gotera en el techo y empezó a caerle agua encima. […]



