Por Jorge de Arco.
Bajo el título de A todo lo que pase y se borre y se pierda (Consejería de Cultura y Deportes. Junta de Andalucía / Fundación José Manuel Lara), ve la luz una antología que reúne una reveladora muestra del quehacer de Julia Uceda. Son cuarenta y nueve poemas que abarcan desde su primera entrega, Mariposa en cenizas (1962), hasta Escritos en la corteza de los árboles (2013).
La compilación se presenta como un recorrido por una de las voces más singulares de la lírica española contemporánea y, también, como un diálogo silencioso entre palabra e imagen. El volumen incluye un conjunto de ilustraciones realizadas por su sobrino Francisco Uceda, fruto de un intercambio prolongado de impresiones, interpretaciones y afectos entre ambos.
La escritora sevillana, con esa mezcla de rigor y libertad que siempre la caracterizó, pidió a su sobrino no que representara los textos, tan sólo los acompañase, que dejara que cada texto respirara y encontrara su vibración visual. El resultado es una conversación estética que enriquece la lectura sin condicionarla.
Y de hecho, es esa misma conversación entre géneros, la que ilumina uno de los núcleos más profundos de la poesía de Julia Uceda: la convicción de que toda forma sensible remite a otra forma anterior, y que la tarea del poeta -quizá también la del artista visual- consiste en desvelar ese tránsito, ese paso tenue entre lo visible y lo oculto. En ello resuena la tradición platónica: no la nostalgia por un mundo ideal separado del nuestro, sino la intuición de que la realidad se despliega en estratos y que sólo una mirada entrenada en la atención puede acceder a las huellas más antiguas.
Así funcionan los poemas de Uceda, hechos de símbolos, visiones y presencias apenas capturables; y así funcionan también las ilustraciones de Francisco Uceda, realizadas con técnica mixta -fotografía, texturas, collage, fotomontaje- que generan superficies de sentido semejantes a la sobria densidad de los versos.
Muchas de esas instantáneas proceden del parque de Van Cortland, en Nueva York, un lugar que parece alinearse de forma natural con la sensibilidad de Julia Uceda. Los senderos, las láminas de agua, los troncos que guardan cicatrices antiguas, las sombras en fuga: todo ese mundo vegetal, móvil y silencioso, se convierte en una especie de correlato físico de la poesía de la autora. Ella fue siempre amante de los bosques y la naturaleza, espacios donde la vida se revela a través de signos mínimos, casi secretos. Que la antología incluya estas imágenes es más que una simple decisión estética; más bien subraya la idea de que la poesía nace, como en Spinoza, de la pertenencia del ser humano a la misma sustancia que conforma a los árboles, al viento y a la sombra. La naturaleza no habla “sobre” algo: habla “con” nosotros. Y, aquí y ahora, ambos artistas escuchan
Anota Ignacio F. Garmendia en su lúcido prefacio que “toda mitología tiene sus símbolos, y en la obra de Julia Uceda giran en torno a temas como el enigma de la identidad, la necesidad de comunicación, la búsqueda de un lenguaje para lo que no pueda decirse, el modo en que el pasado conforma la memoria o las visiones apenas inteligibles del pretérito remoto”. Y, en verdad, al par de estas páginas es sencillo adivinar esos símbolos citados y, percibir, además, una obstinación por registrar aquello que persiste, una conciencia sutil de la fugacidad:
Y, sobre todo, me pregunto,
qué tinta, qué papel nunca escrito,
quemado por la espera, como toda esperanza,
fue a parar al rincón de los desechos
con aquella pureza, con tantos ideales.
Al cabo, Julia Uceda concibió su tempo creativo y su tiempo vital como una línea de profundidad a la que se accedía a través de sugerentes sustratos verbales; o lo que es lo mismo, con esa reminiscencia platónica de que conocer es recordar; si bien, en el decir de Julia Uceda recordar no era tan sólo ascender hacia la Idea, sino descender hacia lo viviente, hacia lo que todavía nos constituye.
Desde esas premisas, resultaba inevitable que sus versos derivaran hacia el tema de la finitud: La muerte en la cornisa del templo, sonríe, escribe. Mas no sería este un gesto siniestro, sino la aceptación de una continuidad que el pensamiento spinoziano habría reconocido como natural: la muerte no destruye, transforma las formas bajo las que la sustancia se expresa y sobre las que la autora sustantiva su lírica:
Si se tala un árbol
¿qué sienten sus raíces
perplejas
abandonadas a lo oscuro?
Esta antología recompone, pues, la arquitectura poética de Julia Uceda y la proyecta hacia un amplio ámbito de resonancias. Palabra e imagen avanzan en paralelo, cada una con sus propios procedimientos, pero capaces de converger en una misma y firme voluntad: explorar las formas secretas de la realidad desde su vulnerable condición, su anhelante perdurabilidad y sus sólitas fronteras de evasión.
En definitiva, un bello territorio de pensamiento en el que lenguaje y mirada colaboran para configurar un ámbito donde la reflexión del lector pueda adentrarse en las zonas latentes, cómplices, prolongando su alcance hacia una comprensión más densa de ambos lenguajes:
Tienen cuerpo
las letras con que se acercan esos viejos olores
que se instalaron en mi biografía
aunque ninguno me pertenezca.
Y sin embargo
quisiera comer lotos y que no regresaran:
quisiera descoserlos del papel,
enganchar, de nuevo, con mi pluma, sus relieves
de tinta, devolvérselos.

