Por Jesús Cárdenas.

Una antología poética es siempre una encrucijada: un alto en el camino donde el autor revisa su trayectoria, reconoce los hilos que han guiado su escritura y vislumbra nuevas sendas. Al seleccionar y reordenar sus textos, traza un mapa íntimo de su evolución y se prepara para proseguir la travesía del lenguaje.

Remolinos y remansos, de Jorge Camacho Cordón (1966), asume con discreta ambición ese gesto de recuento. El volumen recoge la obra dispersa de un autor cuya trayectoria, tejida en artículos, traducciones, relatos breves y una temprana incursión poética, Ibere libere (1993), se despliega en español y en esperanto con una naturalidad que habla de permeabilidad cultural y de vocación de apertura. Camacho Cordón pertenece a esa estirpe de escritores que han ido dejando su huella en múltiples géneros, como si el acto de escribir necesitase recorrer diversas formas para afinar su expresión. Sin embargo, en esta antología habría sido deseable una introducción que orientara al lector sobre la evolución del poeta, sus giros estéticos o sus preocupaciones recurrentes. Las escasas páginas finales, bajo el ambicioso rótulo de «Poesía de los extremos», resultan insuficientes para cumplir esa función contextualizadora.

A ello se suma la peculiar arquitectura del libro. El autor ha optado por organizar los poemas en trece núcleos temáticos, y no según su orden de publicación o de composición. Se trata de una apuesta arriesgada: el lector se adentra en un territorio donde no se indica el origen de cada pieza, ni su procedencia editorial, ni su datación aproximada. La lectura queda así despojada de referencias temporales, lo que, según se mire, puede ser una carencia o una declaración poética. Tal vez Camacho Cordón haya preferido callar para que los textos hablen solos; tal vez considere que cualquier dato externo podría enturbiar la vibración íntima del poema, ese instante en que el lector, desarmado, escucha sin intermediarios.

Los trece ejes temáticos abarcan prácticamente todo lo que inquieta a un escritor atento a su entorno y a su interioridad: la existencia y la literatura, su entorno cercano y la cosmovisión, el pasado como interrogación y el devenir como desvelo, la mirada sobre lo común y la breve incandescencia de lo singular. Ningún asunto parece ajeno al autor de Zafra. A veces parte de una visión general y otras se sumerge en lo concreto, en aquello que solo puede decirse desde una sensibilidad vigilante.

Conviene, pues, adentrarse en los poemas. Allí, en esos remolinos que arrastran memoria y en esos remansos donde la palabra se aquieta, se despliega la verdadera cartografía del autor: la respiración de su escritura, el latido múltiple de una obra que busca comprender, y acaso conmover, desde los bordes más íntimos de la experiencia.

En el sobresaliente tríptico de «Antesala», articulado en tres estrofas de ocho endecasílabos blancos, el lector es recibido por un verso inaugural que funciona como gestualidad programática: «Miro al cielo». Ese comienzo, aparentemente sencillo, despliega un sutil guiño intertextual cuyo eco oscila entre la herencia espiritual de Fray Luis (el gesto de elevación, la verticalidad que busca sentido) y la introspección hernandiana, más terrenal, más herida.

En esa misma estrofa aparece uno de los momentos más sugerentes del poema: «es vestigio de un tiempo en que no había / nada, ni nadie, que tuviese nombre». Aquí el sujeto lírico convoca un territorio anterior al lenguaje, un espacio aún sin pronunciar cuyo «vestigio» permanece en la experiencia poética como memoria de un origen. Heidegger formuló esta intuición con precisión filosófica: antes del nombre, el mundo es informe, pura latencia. También la tradición bíblica insiste en ello: sin nombre, no hay identidad. De este modo, creación del lenguaje y creación del mundo se superponen, y Camacho Cordón se inscribe en esa constelación de fuentes (míticas, reflexivas, espirituales) para examinar cómo la palabra funda, delimita y, al mismo tiempo, revela su propia insuficiencia. Las estrofas siguientes amplifican esa reflexión desde la mística del silencio, donde la poesía tantea sus límites y confiesa lo indecible.

La preocupación por el lenguaje y su alcance aparece asimismo en los poemas de sesgo metaliterario, en  «Poemas híbridos» y «Poéticas». En ambas secciones, más que ejercicios de teoría poética, enlazan con una corriente existencial que interroga la relación del hombre con el mundo y sus fugas respecto del entorno. Camacho Cordón adopta registros métricos muy diversos (del soneto de «Presente continuo» al verso breve de «Aguas» pasando por el versículo discursivo de «Petrolero») para extraer de cada forma sus matices expresivos. Especial atención merece «arte poética», poema escrito íntegramente en minúsculas: la elección tipográfica ralentiza el ritmo, uniforma la respiración y atenúa el énfasis, de modo que el texto parece hablar desde un espacio íntimo y despojado. Allí se afirma, con luminosa concisión: «la poesía es / lo que queda».

El libro también ofrece un juego de tonos: la ironía cívica en «Aquí en España», el registro discursivo y afectivamente matizado de «Carta a Amparo», que culmina con una hermosa invitación a entender el poema como «ceremonia» (una ceremonia quizá áspera, como «la gruta incómoda de un cine», pero necesaria). Igual de logradas son las composiciones dedicadas al deseo: en «Cuerpos» domina una carnalidad vibrante, incluso irreverente, que recuerda la libertad de la copla; mientras que en «Pasajero» o en el soneto alejandrino en serventesios de «Tablas» emerge un distanciamiento que roza el desengaño. A menudo el poeta emplea la ironía y el humor como mecanismo de defensa o como lente deformante para observar la vida social, como ocurre en el capítulo titulado «En sociedad», donde conviven la sonrisa y la crítica. En otros casos, su mirada se afila para denunciar la sustitución de lo natural, tal es el caso de «La urbe», una de las piezas más incisivas del volumen.

Si los motivos temáticos son variados, también lo son los estilísticos. Cada página exige una respiración distinta, una disposición nueva: en una encontramos al Camacho Cordón que experimenta con los artificios de la forma; en otra, al poeta existencial, casi metafísico; más adelante, al escritor metaliterario que dialoga con la tradición para afirmar una voz intransferible. Esa multiplicidad no dispersa, sino que enriquece: es la prueba de un autor que ha sabido reunir, en esta antología, no solo sus poemas, sino los caminos por los que ha transitado su conciencia poética.

No quisiera concluir sin atender al pulso ético que atraviesa la conciencia creadora del poeta de Badajoz. Camacho Cordón no rehúye la toma de partido: en los márgenes de la historia, allí donde se sitúan los débiles, se halla su voz. Así lo demuestra la última sección del libro, que incluye poemas que interpelan y sacuden, como «El progreso», o el soneto alejandrino en serventesios «Sáharas», cuyo inicio resulta tan contundente como dolorosamente actual: «Ya he escrito muchos versos sobre cómo Israel / ocupa y estrangula la inerme Palestina / en vez de refundarse sin pecado y sin culpa / en Estados Unidos, su tierra más amiga». Es en estos textos donde la poesía se vuelve testimonio, resistencia y desvelo; donde el poeta, lejos de refugiarse en la neutralidad, asume la palabra como gesto de responsabilidad ante el mundo. Aquí, su escritura se convierte en brújula moral y, al mismo tiempo, en recordatorio de que la belleza convive con la denuncia.

Por ello Remolinos y remansos. Antología resulta tan recomendable: porque ofrece, sin retóricas accesorias, la respiración completa de un poeta que se mira, se interroga y se deja oír en todas las modulaciones de su palabra.

Jorge Camacho Cordón
Remolinos y Remansos: Antología
Editora Regional de Extremadura. Colección Geografías.
Badajoz, 2025. 195 páginas