
José Luis Trullo.- La aforística española del siglo XXI ha tenido en los poetas unos paladines de primera magnitud. Si en un primer momento fueron muchos de ellos los que imprimieron con sus libros un impulso al género (y estoy pensando en Carlos Marzal, Erika Martínez, Miguel Ángel Arcas, Carmen Camacho o Lorenzo Oliván, entre muchos otros), una segunda andanada le infundió nuevos aires al fenómeno, insuflándole aliento lírico y sustentación conceptual: pienso en José Ángel Cilleruelo, Isabel Bono, José Manuel Benítez Ariza, Paula Díaz Altozano, Antonio Rivero Taravillo, Itziar Mínguez, Florencio Luque, Estefanía González, Aitor Francos, Gabriel Insausti, Ricardo Virtanen, Juan Manuel Uría o Jesús Montiel, por poner algunos ejemplos. Con algunos de ellos tuve ocasión de conservar en el libro Una idea con su vuelo. Los poetas y el aforismo, disponible en abierto.
Entre todos estos nombres, descuella con especial importancia el de José Mateos, quien desde hace años nos entrega -con pausa musical pero aplomo sapiente- sus divinanzas, nombre con el que rotula sus aforismos. Desde Silencios escogidos hasta Un pensamiento sin máscara, Mateos ha demostrado un compromiso firme y constante con la expresión lacónica, la cual, lejos de la inmediatez compulsiva propia de nuestra época, impone al lector una actitud meditativa para acceder a nuevos registros de comprensión noética.
Es el de Mateos un aforismo que, tras su aparente simplicidad formal, encubre capas de sentidos crujientes, como el hojaldre: no se agotan en una lectura apresurada, sino que susurran e insinúan, de manera que lo patente no aplasta lo latente, sino que lo preserva bajo un velo sutil. «El buen aforismo empieza cuando acaba», advertía Ramón Eder; es una idea que Mateos defiende casi desde siempre, hasta el punto de discernir entre «aforismos de llegada» (la máxima, la sentencia) y «aforismos de partida» (el suyo propio, el de Antonio Porchia, el de Simon Weil) que desembocan en lo que no se puede decir pero fundamenta todo lo dicho: en lo sagrado. Se trata de «no acaparar la palabra» (pág. 11), no abusar de ella por creer que se puede aclarar todo: siempre hay que reconocerle un espacio al silencio, a la contención, a la reserva. Por eso sigue resultando tan necesaria la aforística de Mateos: porque protege las palabras del manoseo al que las someten la política y la publicidad, recordándonos que «lo que dura, lo fundan los poetas»… y los buenos aforistas.
En El reloj de las horas muertas (Newcastle, 2025), el autor vuelve a entregarnos una nueva colección de sorbos seleccionados con mimo y respeto por el lector, alternándolos con viñetas en las que, en muy pocos trazos, la silueta humana comparece con pudor y recato, y a la vez, con expresiva emotividad. Mateos acepta correr el riesgo de «ser malinterpretado con tal de ser intuido» (pág. 33), pues lo que manifiesta no cuenta para él tanto como lo que insinúa. El autor llega a postular la necesidad de «esconderse en el lenguaje» (pág. 44) —el cual se compone, claro está, tanto de lo explícito como de lo implícito, de lo abiertamente proclamado como de lo celosamente custodiado— para cultivar una voz que «sólo puede pensarse a sí misma en su eco» (pág. 73). Tanto es así que anota: «Escribo para que no se note que estoy callado» (pág. 83), pues solo la literatura puede conjugar esa difícil unión entre lo comunicado y lo incomunicable.
Que no crea el lector que esta apuesta personal por cierta clandestinidad electiva en una época de extimidad pornofónica suponga darle la espalda al prójimo, todo lo contrario: dado que «Nada existe a solas y para sí mismo» (pág. 77), Mateos se compromete con la dignidad del hombre musitando su protesta contra un tiempo que lo humilla y lo degrada. Así, encontramos aforismos cuyo ropaje ético y cívico supone una denuncia franca de la amoralidad rampante: «Antes muchos hombres podían ser esclavos de un solo hombre. Ahora un solo hombre puede ser esclavo de muchos amos» (pág. 36), «Obtener éxito es fácil. Basta con no poner ninguna condición para obtenerlo» (pág. 71), «Las teorías políticas pueden ir demasiado lejos, pero no llegan demasiado lejos» (pág. 75)…
El reloj de las horas muertas, en suma, supone una valiosa aportación de uno de los más importantes aforistas vivos de nuestro país en la confección del rico tapiz de la mejor brevilocuencia, esa capacidad con la que los poetas sabios aúnan el conocimiento en primera persona de la realidad concreta y efímera con la intuición metafísica de la verdad atemporal.
José Mateos, El reloj de las horas muertas. Newcastle Ediciones, Murcia, 2025, 83 pp. 9€


