Por Ainhoa Escarti.

Orson Welles, más allá de los grandes títulos a los que siempre le asociamos cuando nos viene a la cabeza, tuvo unos años más alternativos en los que su búsqueda del juego le llevó a realizar joyas filosóficas como la que nos ocupa aquí.

Cuando con solo 26 años y debutando consigues hacer historia del cine, ¿qué más te queda por hacer? Pues Orson Welles decidió atreverse y cuando más mayor se hacía, más juguetón y osado se volvía. Llegó a puntos de histrionismo tal que hoy en día podría decirse que incluso tiene algunos planos demasiado maneristas hasta para su época. Pero así era Welles: enorme en lo que le brotaba de ese cerebro suyo.

Fraude, título en español, supone el raro experimento del que vamos a hablar. Porque antes de directores como Nolan, ya existían títulos como este que buscaban el giro de tuerca para hacer pensar al espectador.

Podemos observar dos temas centrales ocupando la escasa hora y media que dura. Por un lado, de forma magistral nos sumerge en el engaño, y por otro plantea la profunda pregunta metafísica: ¿qué es el arte?

Durante toda la película, que supone un extraño pseudodocumental, habla de un falsificador, Elmyr de Hory, y también de su biógrafo Clifford Irving, que a veces parece secuaz y otras alguien abducido por el universo ambiguo de Elmyr. Aprovecha la historia de este falsificador para tenernos constantemente en la duda, nos hace funambulistas de tal forma que tras verla dudas de todo lo que has visto porque nada parece verdad, pero tampoco parece mentira.

Un ejemplo del histrionismo al que había llegado Welles: el montaje es algo complejo, hay cortes de él hablando en la sala de montaje, de sus conversaciones con Elmyr, introduciendo a veces entrevistas a terceros desde un restaurante tomando cierto toque amateur, o quizás la búsqueda de una naturalidad sofisticadamente realista.

Tras todo el artificio, aprovecha la historia central para tratar diversos temas sobre la dualidad mentira-realidad, se recuerda a sí mismo en los orígenes, hace pasear en un auténtico engaño a Oja Kodar, que simplemente supone otro gancho más para tenernos en sus redes. Porque la película, que es espectáculo y artificio a su manera, es justo eso. Se trata de un viaje totalmente manipulado para que lleguemos a las conclusiones e ideas que él quiere. Pese a los años pasados —estamos hablando de un título del año 1973—, tiene tal genialidad que no ha envejecido, menos aún en tiempos de IA y posverdad.

A título personal, este manipulador cinematográfico habría sido abducido y fascinado por los tiempos tan interesantes en los que vivimos.

Mas no solo nos alimenta con los mensajes ambiguos, profundiza en lo que realmente convierte al arte en ello. ¿Acaso una persona capaz de realizar todo tipo de arte es menos artista?

¿Qué es el arte? ¿Son únicamente artistas aquellas personas capaces de crear algo nuevo, personas con voz propia, con su propia cadencia, su propia mitología y universos? ¿Acaso es artista aquel que trata de parlamentar con el arte en idiomas aún por descubrir? Debate que en la actualidad podemos llevar al siguiente nivel, a la diferenciación entre lo que hace un humano versus una matriz. Ambos aprenden con lo ya existente, beben de lo que hicieron en el pasado, inspirándose de estilos y formas. Una IA puede traer a la luz material propio, material que mezcla todo lo que ya hemos hecho los humanos. Pero cuando logre ser artista según la pregunta que abre Welles, ¿hablaremos también de matrices capaces de ser artistas a través de lo que piden los humanos?

Fraude, pese a sus rarezas, a no tener una construcción clara en sus idas y venidas, es una pieza magnífica, porque incluso pasados tantos años aún es capaz de plantearnos cosas, de hacernos debatir e incluso es extrapolable al mundo en el que vivimos. Y para hacer todo esto es que en ella hay grandiosidad.