Por Jesús Cárdenas.

Hay libros que no se leen: se atraviesan. Libros que son el lento sumergirse en un territorio donde cada palabra se desplaza como una luz oblicua sobre el agua. Lo que se hunde, de María Marín (Cieza, 1991), pertenece a esa estirpe que exige al lector un descenso, un ajuste de la respiración, una renuncia provisional al mundo visible para adentrarse en otro más íntimo. La autora previamente había publicado El desafortunado intento (2018) y la plaquette Mover de sitio los espejos (2022).

En Lo que se hunde, Marín levanta una arquitectura poética sostenida en tres tramos, «Nivel del mar», «Inmersión» y «El fondo», que acompañan al lector en un descenso gradual por aguas cada vez más densas, próximas al corazón oscuro del yo. Cada tramo se abre con una constelación de referencias que funciona como brújula estética. La autora convoca narradores como Merini, Highsmith, Jackson, Cortázar o Carroll, y poetas como Glück, Castellanos, Wolfe, Castro o Ben Clark. A ello suma una banda sonora en la que Tchaikovsky, Shostakovich y Ravel marcan el pulso emocional. Este mosaico, lejos de lo ornamental, declara que la escritura de Marín emerge en diálogo con un territorio híbrido, poroso, siempre en fuga.

El primer poema, deliberadamente sin título, actúa como poética inicial. Allí se escucha la clave del libro: «Si yo cierro ahora / estos ojos…». Al comentar este gesto, Marín sugiere que cerrar los ojos no es suprimir la visión, sino reformularla. Los versos se pliegan hacia dentro: detener el mundo equivale a encuadrar una imagen que «solo ven estos ojos / que ahora cierro». La paradoja, ver más al dejar de mirar, instala el impulso central del libro: la interioridad como foco revelado.

El guiño más nítido aparece en el poema homónimo: «Lo que se hunde disfruta / la caída». La autora redefine el hundimiento como viaje, no como pérdida. Caer es aceptar la gravedad y asumir el tránsito hacia un fondo donde lo hundido «permanece / perenne en el suelo estático» hasta «fundirse / con el agua». Ese “convertirse en agua” («con el tiempo será / entonces agua») apunta a una poética de la disolución: el yo abandona la rigidez para volverse corriente, vibración, supervivencia líquida.

Los tres tramos evidencian que ver conduce inevitablemente a mirar hacia adentro. «Nivel del mar» ofrece todavía claridad: es el reino de los reflejos, donde la superficie diferencia lo que flota de lo que amenaza con hundirse. De ahí la sentencia: «Nadar en el agua… / es lo más parecido / que tendremos nunca / a parar el tiempo». Y también la revelación inversa: «Desde la superficie no puede verse, / pero aquí abajo […] / yace hundida una embarcación». El tramo adquiere un tono enternecedor con la súplica: «Dime, mamá, que mirarás si te llamo». La fragilidad se vuelve marco, y ese estremecimiento («para que algo dentro se encoja») indica el inicio del descenso emocional.

En «Inmersión», la mirada pierde transparencia: el agua invade los pulmones del poema y el lenguaje gana una densidad que roza la opacidad. «Mover de sitio los espejos» desplaza lo general hacia la memoria íntima de la abuela: «lo que se refleja dentro / tiene también que moverse». Las ausencias se tornan presencias insinuadas: «Llaman a la puerta… y dudas», para terminar en esa confesión que oscurece el espacio interior: «ahora tú también / estás a oscuras». En una de las composiciones más logradas, la voz nos dice: «llevo días en una habitación negra», y de inmediato entiende su propia metáfora: «Debe ser lo que siente una embarcación hundida». La analogía entre mundo y amor funciona como desmontaje: «Habláis del mundo como si existiera»; «Habláis del amor / como si fuera capaz…». Concluye sin concesiones: «aunque no existen». La negación se vuelve brújula emocional.

Finalmente, «El fondo» es zona de hallazgo y silencio. Allí cada palabra avanza con cautela, consciente de que cualquier gesto remueve sedimentos. «Pero qué pasa si no hay quien quiera ir», se pregunta la voz, dudando incluso del deseo de ser encontrada. El poema extenso sobre los recuerdos, «La memoria es un sitio peligroso», confirma esa sospecha: pensar implica desorden, un regreso súbito a los tres años, a un tiempo que se hunde y reaparece.

Lo que se hunde es, en síntesis, un libro de revelaciones sumergidas, de gestos mínimos que generan ondas persistentes, de silencios que hablan desde el borde del agua. Y es, sobre todo, una invitación a descender: no como renuncia, sino como una forma más honesta de mirar el mundo desde la profundidad que, a veces, es la única que permanece.

María Marín.
Lo que se hunde.
Liliputienses