José Luis Trullo.- ¿Cuándo la anécdota se puede elevar a categoría? ¿Cuántas veces ha de repetirse un acto para considerarse un hábito, incluso un vicio? ¿Y en qué momento dicho vicio revela la auténtica esencia de quien lo cultiva? Estas preguntas resultan especialmente necesarias tras constatar la ya inveterada costumbre de ciertos grupos de cierta ideología: la de boicotear, si es preciso violentamente, la celebración de eventos públicos protagonizados por personas que no les agradan, o en torno a temáticas que ellos consideran especialmente delicadas. (A la hemeroteca me remito).

La lista es tan larga, que casi podría aducirse en un juicio integral contra dichos grupos de dicha ideología: algaradas en la universidad, agresiones a periodistas en los aledaños de una facultad, tumultos en torno a una librería, acoso en redes sociales… «Jarabe democrático», lo denominó en su momento el padre putativo de esta espiral agresiva y antidemocrática, cuyo único propósito es el de barrer de la escena pública cualquier atisbo de debate plural entre opiniones diversas. No es raro, si tenemos en cuenta que la doctrina que sustenta esta estrategia se cree la única y legítima propietaria de la verdad… algo que, no por azar, evoca la de ciertos fundamentalistas religiosos, con algunos de los cuales no tiene empacho en compartir técnicas y propósitos (e incluso alianzas tácitas).

La última víctima de esta deriva maoísta o polpotista, aunque de inspiración gramsciana (según la cual la cultura ha de ser depurada de toda sombra de discrepancia para que únicamente se perciba la luz de El capital), es el escritor Juan Soto Ivars. La presentación en la Biblioteca Pública de Sevilla de su nuevo libro Esto no existe, en torno a las falsas denuncias de violencia de género, ha dado ocasión a las hordas enrojecidas de furia y dogmatismo para convocar la enésima muestra de su intolerancia, con el agravante de que, en esta ocasión, partidos y sindicatos «de clase» han convertido dicho evento en una auténtica batalla cultural… y quién sabe si algo más.

Yo no he leído el libro de Ivars, ni (lo siento) me lo pienso leer. Tengo más que claro que tampoco lo han hecho los y las convocantes y convocantas del inminente escrache. De hecho, no es preciso hacerlo para defender el derecho de una institución pública a dar cobijo a la presentación de una novedad editorial: ocurre todos los días. En la propia Biblioteca Pública de Sevilla yo he tenido el placer de organizar, durante todo este trimestre, un ciclo sobre los clásicos, y en sus gestoras solo he encontrado confianza y complicidad: por ello me hiere más directamente este episodio. Pero lo que está en juego, en esta ocasión (como, por lo demás, en todas las anteriores), no se limita al ámbito personal, ni siquiera cultural: es una auténtica amenaza a la convivencia, un ataque frontal a las bases mismas de nuestro marco de valores, fundamentado en la coexistencia pacífica de ideas discrepantes. Lo que se dirime, ahora, ya es directamente la posibilidad misma de que un grupúsculo de una ideología totalitaria y monopolista se apropie de todos y cada uno de los espacios de comunicación social. Por muy reducida que sea una minoría fanatizada, no hay que menospreciar su capacidad de descabalar un sistema que, por lo demás, la acoge, la mima e incluso -por lo que estamos viendo- la espolea y le da alas.

No sé cómo discurrirán los acontecimientos, si vencerán -como en otras ocasiones- los bárbaros, cuya violencia explícita siempre lleva las de ganar frente a los ciudadanos pacíficos y civilizados, o los garantes del orden público les mantendrán debidamente a raya. En cualquier caso, insisto, el asunto de fondo no es que el libro contenga tesis correctas o incorrectas, que el autor nos caiga mejor o peor, sino que en esta guerra -hasta ahora- «cultural», la mayoría somos soldados de un único bando, el del debate libre y pacífico. Y si amenazan a uno, nos amenazan a todos. Proteger a Ivars es proteger nuestra democracia: acallarle, socavarla.