El tipo de placer y disfrute de los cuentos no se agota en la infancia.
Los sentimientos —o pulsiones— se van desarrollando en nosotros desde temprana edad y no siempre nuestra capacidad de procesarlos y darles salidas sanas va en consonancia con nuestra educación y nuestro lugar en el mundo. Las historias de la tribu, de la formación del universo mítico y religioso, han servido históricamente para aportar este sentido de arraigo y deber en los niños respecto de sus lugares de origen; pero a partir de la modernidad, cuando las fronteras cambian y las migraciones ponen en suspenso la permanencia física de las familias en su lugar de origen, los cuentos sirven como un asidero moral que nos dota con la capacidad de responder a situaciones nuevas y complejas.
Como dice Bettelheim, el niño:
[n]ecesita ideas de cómo poner en orden su casa interior y, sobre esta base, poder establecer un orden en su vida en general. Necesita —y esto apenas requiere énfasis en el momento de nuestra historia actual— una educación moral que le transmita, sutilmente, las ventajas de una conducta moral, no a través de conceptos éticos abstractos, sino mediante lo que parece tangiblemente correcto y, por ello, lleno de significado para el niño.
Por otra parte, estos mecanismos pedagógicos no terminan con la infancia. Autores como César Aira o Pascal Quignard —escritores de literatura “para adultos”— han abordado su fascinación por estas estructuras aparentemente repetitivas y tediosas de los cuentos de hadas, las cuales no pierden su encanto en manos del autor avezado. Viene a la mente uno de los últimos cuentos de Quignard, El niño con rostro color de la muerte (Cantamares, 2016), que a pesar de la densidad discursiva del autor, está construido sobre una estructura de repetición clásica: tres hermanas son enviadas por su pobre madre a casarse con un misterioso hombre rico obsesionado con los niños, cuyas esposas suelen morir misteriosamente en la noche de bodas.
Se cree que el universo infantil es ingenuo y bondadoso; pero el psicoanálisis nos muestra que no sólo los niños, sino también los adultos, tenemos contenidos inconscientes —a menudo reprimidos— con los que nos es difícil lidiar, y que pueden afectar seriamente nuestra personalidad. Fantasías violentas, ira, aversión, compulsión, miedo, incertidumbre frente al futuro, impotencia, el peligro de la orfandad, elementos todos de los que los cuentos de hadas echan mano para dar salidas creativas y proponer herramientas de acción que puedan alimentar la imaginación del niño, y del adulto, a la vez que ofrecerle una ruta moral en un tiempo que ofrece pocos asideros de otro tipo fuera del arte.


