Son tiempos de barbarie. Y ante el horror y la crueldad, ante el dolor y la desesperación que aparecen diariamente en nuestras pantallas para atravesarnos el alma como una cuchilla afilada, son también, paradójicamente, tiempos de negación.
Según los neurólogos y psicólogos, la negación es un mecanismo cognitivo que oculta aspectos de la realidad a la conciencia, a menudo como defensa a emociones angustiosas o hechos que cuesta aceptar. En muchos casos, supera y desarma a la voluntad consciente la cual requiere mucha energía y esfuerzo para contrarrestar ese funcionamiento del cerebro que busca protegernos de un entorno desolador o desconcertante que socava nuestros marcos de referencia. ¿Cuántas veces ante la incertidumbre, ante al cambio brusco y sobrevenido o ante la impotencia respondemos con la incredulidad? ¿Cuántas veces decimos como única respuesta, no lo puedo creer? “No puede ser”, aunque, en realidad, sea. “No lo puedo creer”, aunque esté ocurriendo delante de mis ojos y yo esté en plenitud de facultades físicas y mentales y, por tanto, pueda ver y comprender.
Entre los millones de personas en el mundo que tenemos la suerte de no vivir encerrados en la franja de Gaza, resulta sorprendente y profundamente desconcertante toparse con discursos y posicionamientos de ambivalencia moral. Dejando a un lado el caso de aquellos que demuestran diariamente ante los micrófonos del mundo su grado de satisfacción por la destrucción del otro (esos que han cultivado y desarrollado la noción del “enemigo” hasta conseguir que la deshumanización forme parte de las partículas del aire que respiran); salvo esos casos, decía, solo puedo pensar en la negación como explicación al comportamiento y opiniones de muchos. Se oyen en muchos escenarios públicos, pero también en el bar, en el asiento de atrás del coche, en la hamaca de la playa, en la sobremesa o en cualquiera de esos pequeños foros en los que se entrecruzan nuestras relaciones sociales, avanzando palabra a palabra por el camino artificioso de la justificación retórica: una comparación arbitraria aquí, otra asimétrica allá; un recoveco intelectual, un circunloquio, un dato histórico pillado al vuelo… o cualquier otra salida de emergencia que permita no reconocer con claridad moral la proporción de la maldad que tenemos frente a los ojos y la dimensión inconmensurable del sufrimiento del que somos testigos.
Los escucho perplejo, a menudo aturdido, tratando de controlar el dolor y la emoción que me producen sus palabras para no añadir mi gota de agua al océano de polarización por el que navegamos. Queriendo pensar que ese mecanismo cognitivo de negación es la única explicación racional para que esa persona ordinaria, (buena gente en general, como lo somos todos, con nuestros amigos, familia, trabajo, relaciones, afectos, valores y principios) consiga distorsionar tanto la realidad de los hechos, la evidencia de los datos, los valores de los principios básicos humanitarios para, al final, ser incapaz de diferenciar claramente el bien del mal. Para tener dificultades en reconocer, por ejemplo, que una hambruna de casi dos millones de personas encerradas en un territorio de unos 350 kilómetros cuadrados no es un hecho incontrolable, inevitable o sobrevenido por la naturaleza sino el resultado de decisiones humanas (y por tanto reversibles) innecesarias y desproporcionadas, ilegales, inmorales y cuya sombra de crueldad avergonzará al mundo por generaciones.
Pero ahí está, casi todos los días mientras todo está pasando: la negación. A veces camuflada en la ideología, otras escondida en la distracción y el entretenimiento, infiltrada a menudo también por el racismo y materializada en rodeos, interrupciones, “peros” y en un arsenal de matices que sirven como arietes para socavar la compasión, la caridad y la humanidad.
Supongo que es el mismo mecanismo de negación que, en escala y variedad, también impide creer, pese a las evidencias, que tu mano derecha te engañaba; que ese señor tan respetable era un abusador; que el tabaco es malo para la salud o, como en el caso, que en el mundo desarrollado, civilizado, tecnológico, culto y sofisticado del siglo XXI sea posible semejante barbarie.
Es cierto que es difícil de aceptar y no se podrá creer. Pero mientras tanto, es. Y continúa siendo.

