“A veces, basta con parar el tiempo para revelar quiénes somos en realidad.”

Julio Cortázar, maestro de la anomalía cotidiana y de los umbrales que se desdibujan entre lo humano y lo monstruoso, construye en La autopista del sur una distopía inmóvil, un relato donde el horror no se manifiesta en la sangre, sino en el tedio, la degradación y la espera. El apocalipsis no llega en forma de explosión, sino de atasco. El infierno es el tráfico. Y no hay salida.

Lo que parece un incidente anecdótico —un embotellamiento a las afueras de París— se convierte, a medida que pasan las páginas y los días, en un experimento sociológico donde Cortázar nos obliga a observar al ser humano en su estado más primitivo: aislado del sistema, sin autoridad, sin tiempo, sin propósito más allá de sobrevivir y organizarse en lo absurdo. La carretera se transforma en un microcosmos autónomo donde las convenciones sociales se desmoronan. Los personajes pierden su nombre y pasan a ser el coche que conducen: el ingeniero del Peugeot 404, la chica del Dauphine, el hombre gordo del Peugeot 203. Ya no somos quienes éramos. Somos lo que conducimos. Lo que tenemos. Lo que nos queda.

La narración adopta un tono imperturbable, casi clínico, como si Cortázar diseccionara una comunidad encerrada en su propia banalidad. Y, sin embargo, hay emoción: un romanticismo extraño surge entre los protagonistas, un cariño nacido no del deseo, sino del desamparo. Se forman pequeñas alianzas, surgen normas espontáneas, rituales absurdos para mantener la cordura. El paso del tiempo deja de medirse en horas: ahora se mide en raciones de comida, en cadáveres por enterrar, en miradas repetidas. La autopista se convierte en el escenario de una lenta mutación psicológica.

La belleza del relato radica en su capacidad para incomodar sin gritar. No hay explicación externa. No hay voz de la autoridad. El atasco es, como si siempre hubiera estado allí. Y cuando por fin se disuelve —cuando los coches comienzan a avanzar sin que nadie sepa por qué— lo que debería ser un alivio se siente como una traición. Los personajes ya no pertenecen al mundo exterior. El caos, por grotesco que parezca, les había dado un sentido. Una rutina. Una comunidad.

Desde un enfoque psicoanalítico, La autopista del sur es una fábula sobre la fragilidad del ego moderno: nos creemos racionales, organizados, civilizados… hasta que nos quitan el marco. Y entonces, como ratas en un laboratorio sin salida, revelamos nuestros impulsos más básicos: dominación, miedo, dependencia, búsqueda de afecto. El relato se convierte así en un espejo oscuro, que nos dice: “Tú también reaccionarías así. No te creas tan especial.”

Cortázar no escribe un cuento: disecciona un organismo. El nuestro. Y al cerrar el relato, queda una inquietud persistente, como si algo se hubiese roto dentro. Como si, en el próximo atasco, ya no pudiésemos mirar a los otros conductores sin preguntarnos… ¿cuánto tiempo tardaremos en devorarnos los unos a los otros si esto no se mueve?

✒️ Por Aitor González J.