Manuel Toranzo Montero (1990). Licenciado en Filosofía por la Universidad de Sevilla, trabaja desde 2016 como Profesor de Enseñanza Secundaria. Ha escrito desde la adolescencia, aunque lo cierto es que no hace tanto que se lo toma en serio —perdió mucho tiempo leyendo libros que podrían servir para hacer una hoguera, atrancar un portón o desnucar a una vieja—. Desde entonces, ha ganado un par de premios, pero ninguno de los que dejan dinero. Eso no ha sido óbice para que su padre los enmarque por la casa. Gasta sus tardes charlando de la philia aristotélica con ChatGPT. Le gusta hacer bromas sobre la muerte, la cerveza belga y la obra de Kant —no se da de baja porque cree en el imperativo categórico—. No le gusta el horóscopo ni el zumo de tomate. Lo que más teme es que su novia le pida que le haga una foto. No obstante, disfruta con los álbumes antiguos. Ha intentado tocar la guitarra, montar en bicicleta y bailar bachata sin éxitos mínimos. Desgraciadamente, sus dificultades psicomotrices no dan derecho a prestaciones estatales. Como buen bohemio, quiso vivir en París, pero acabó saltando por una ventana y durmiendo en la calle. Todo lo que cuentan de él —especialmente lo malo— es verdad. Cada lunes, empieza un diario. Ha publicado Las transformaciones (Ediciones en Huida, 2025) y por ese motivo, hoy pasa por estas líneas para darnos su Primera Impresión.

 

 

Javier Gilabert: ¿Cómo y cuándo surge la idea del libro?

Manuel Toranzo: La idea del poemario surge en 2022. Como casi todo, surge por casualidad. Tenía ya algunos poemas escritos. Sobre todo los que hablan de la pérdida como vaciamiento del sentido y del amor como su recomposición. Me faltaba el paso intermedio: la aceptación, el agradecimiento de la vida pura, de la realidad sin exigencias. Esa felicidad discreta, mínima, que es la mera satisfacción por ser, la celebración por estar vivo. Es el enlace que faltaba para que el libro fuera orgánico.

 

Lo vivido forma parte del pasado, pero permanece en nosotros, perdura en el futuro

El título sugiere cambio, tránsito, metamorfosis. ¿Qué implica ese término para ti en el contexto de este libro?

El poemario habla de una experiencia de cambio en tres partes. El tránsito de una parte a otra supone una cancelación de lo anterior, pero también su conservación y su elevación a una forma superior. Esto suena muy hegeliano, pero, más allá de filosofías, es propio de todo cambio verdadero. Lo vivido forma parte del pasado, pero permanece en nosotros, perdura en el futuro. La transformación es el hilo conductor que vertebra el libro.

 

Llevas escribiendo desde la adolescencia, pero hayas esperado a publicar ahora. ¿Qué te ha llevado a considerar que éste era el momento?

Adquirir un compromiso relativamente auténtico con la escritura y, por supuesto, que una editorial aceptara el manuscrito. Es cierto que escribo desde la adolescencia, pero haciéndolo con orden tampoco llevo tanto. Quizá cinco o seis años.

 

Me impongo tareas

¿Cómo fue el proceso de escritura? ¿Ha cambiado tu forma de trabajar con respecto a otros?

Hay veces en que trabajas con una idea clara de lo que quieres hacer, cuando estás madurando un proyecto, y otras que lo haces más libremente. Pero, al final, lo importante es leer mucho y tomarse en serio el oficio. Yo me impongo tareas. Esta semana tengo que escribir un poema o dos. A ver si soy capaz de escribir cinco o seis en un mes. Aunque al final no siempre las cumplo. Eso no ha cambiado después del libro.

 

¿Qué pistas o claves te gustaría dar a los posibles lectores?

Las tres partes funcionan como arquetipos. He usado las figuras del Zaratustra de Nietzsche porque me parece que simbólicamente encajan con lo que se quiere contar. Primero, la experiencia de la pérdida. La salida de la ingenuidad. La carga del dolor que representa el camello. Segundo, la superación de esa pérdida. La aceptación de la vida en su sentido más puro. El agradecimiento con el hecho de estar vivo. Esta extirpación del resentimiento, esta aceptación sin limitaciones es el león. Tercero, la fragua de un sentido propio, humano, en esa vida ya saneada del dolor, es el niño. Se trata, por tanto, de la recuperación lúdica de la vida renacida en el león. En el poemario se construye ese sentido a través del proyecto amoroso, pero en realidad podrían servir otros.

 

¿Qué efecto esperas que tenga en ellos?

Algo parecido al que se siente cuando se lee una obra de carácter narrativo. Un momento inicial, con su desarrollo y su clímax. Aunque, en este caso, el clímax remite a cierta experiencia de la circularidad. De ahí el tema del eterno retorno, diseminado en algunos poemas y, explícitamente, tanto en la portada como en el poema inicial. Esa idea de que conservamos todo aquello que nos ha pasado, todo lo que hemos sido.

 

No quería que el poemario fuera una amalgama de poemas

¿Qué papel desempeña la estructura o la disposición de los poemas en el volumen? ¿Fue algo deliberado o más intuitivo durante el proceso de creación?

La estructura es bastante importante. No quería que el poemario fuera una amalgama de poemas. Ahora bien, en la construcción del poemario se combinan poemas que ya estaban escritos y que he añadido porque encajaban, y poemas que escribí cuando ya tenía una idea de lo que quería hacer. Podríamos decir que hubo un equilibrio entre intuición y deliberación.

 

Filosofía y poesía son técnicas que tratan de buscar un sentido

Como filósofo de formación, ¿de qué manera dialoga tu pensamiento filosófico con tu escritura poética?

La verdad es que muchas de las referencias con las que me muevo y muchas de mis lecturas son filosóficas. Aunque al final filosofía y poesía son técnicas que tratan de buscar un sentido. Doy mucha importancia al tema del sentido en mis poemas, aunque intento no desatender la forma. Con sentido me refiero no sólo al de la realidad, al del paso del tiempo, sino al mensaje que quieren transmitir los poemas, al sentido de los propios textos. Los poetas a los que me siento más próximo no se caracterizan por ser especialmente crípticos (Antonio Machado, Ángel González, Jaime Gil de Biedma, Wislawa Szymbroska o Karmelo C. Iribarren)

 

La poesía es un ejercicio de alumbramiento

Por tu faceta de profesor, estás en contacto diario con jóvenes. ¿Ha influido esa perspectiva en tu forma de entender y transmitir la poesía?

Siempre animo a mis alumnos a leer, aunque a veces es como predicar en el desierto. A veces leemos algún poema en clase. Algunos de poetas actuales. Por ejemplo, alguno de Marta Jiménez Serrano en el que desmitifica los clichés del amor romántico. Creo que la poesía es un ejercicio de alumbramiento, y cuando veo la cara de algún alumno al entender un poema, confirmo la hipótesis. Aunque, para qué mentir, tampoco es algo que pase demasiado a menudo. 

 

¿Qué descubriste sobre ti mismo y sobre tu lenguaje poético al dar forma definitiva a este poemario?

Sobre mi lenguaje poético descubrí que estaba madurando. Sobre mí mismo, me ayudo a aclarar partes de mi pasado, de mi biografía y, también, a cerrar heridas, a agradecer todo lo vivido.

 

Te pongo en un aprieto: si tuvieras que quedarte solo con tres poemas de Las transformaciones, ¿cuáles serían?

Me gusta “Amanecer”, uno de los poemas iniciales, que nos narra la exposición del nacimiento. Me gusta “Reminiscencia” que, con tres detalles, habla de la forma en que pervive lo vivido. Me gusta “Atardecer” porque condensa el mensaje de agradecimiento que vertebra todo el poemario.

 

Por último, como lector, ¿de quién te gustaría conocer su “Primera impresión”?

A pesar de que se publicó en 2023, leí hace poco “El ego, la otredad” de Daniel Rodríguez Rodero y me parece que su obra merece detenido estudio.

 

 

***

Tres poemas de Las transformaciones

 

 

Amanecer 

           

No hay conciencia del tiempo,         

la luz traspasa el aire. 

 

Oculto bajo los recientes párpados,

voy abriendo los ojos. 

Queda un resto de plasma

tras la limpieza, las grietas del cuerpo          

que respira,    

                       los médicos, 

                                                 la madre. 

Entre manos me guardan. 

Niño medio lagarto, medio nube. 

 

Los más trasnochadores 

regresan a su casa,

olvidan las cervezas 

y las conversaciones. 

Avenidas baldías, 

abiertas como llagas, 

intercambian quietud y ocupación, 

oscuridad y ruido. 

Por los pasillos, un silencio clínico

despista a las visitas. 

Incisiones doradas 

resquebrajan las nubes:

recuerdo de analgésicos 

y puntos de sutura.

 

La madre milenaria 

reposa su conquista, 

en sus labios disfruta 

el éxito impreciso 

de cimentar la idea.

 

Mi padre siente

la soberbia frugal 

de ser carne que anida en otra carne.

 

La gravedad se acopla 

a mis pequeños músculos,

una pura epidermis 

que descubre las calles.

 

El alba, un homicidio gozoso

en el azul del cielo,

una felicidad llena de heridas

 

 

 

Reminiscencia 

 

                                                                                                           Inventarse las técnicas de la vida desde cero

                                                                                                           Marta Jiménez Serrano

 

Las carreteras se abren cada lunes

como esta vida y sus enfermedades, 

arterias que los coches van tiñendo

con sus colores esmaltados

mientras el brillo del amanecer

enciende los raíles.

 

El asfalto se extiende ante mis ojos. 

Los conductores siguen sus trayectos,

se esfuerzan en un juego de equilibrios:

respetar los horarios y las indicaciones. 

 

Las manos de mi padre en el volante

se expresan al compás de sus recuerdos. 

Era otro tiempo —dice—, 

paraba con tu madre

en la cervecería, 

le encantaban las tapas de pescado. 

Yo asiento, silencioso,

y guardo como alhajas

impresiones efímeras. 

 

Seguimos los semáforos

y una resaca de rutina invade

los bares que ayer fueron

gritos y luces, 

                          promesas de amor,

                                                              sencillas esperanzas. 

 

Mi padre rememora aquellos días,

cansado del presente y sus eternas

jornadas laborales.

Todo es para sus ojos taciturnos

una tibia disculpa,

un adiestramiento de la memoria, 

una ávida costumbre:

el constante homenaje 

de otra vida en su vida.

 

 

 

Atardecer

                                                                                                                                 qué pobreza no poder dar gracias

                                                                                                                                 Sören Kierkegaard

 

A lo lejos, el sol, como una bestia

derrotada, se tumba silencioso

en el vientre encarnado de la tarde. 

Miro por la ventana

ráfagas escarlatas que se pierden

entre voces y asfalto, viejas sombras

suicidas que descuelgan los tejados,

el trayecto discreto de un amigo

que acaba de salir de nuestra casa. 

Vuelvo la vista dentro y reconozco

todas las tardes que hemos compartido

y que no olvidaré cuando las brasas

de este momento se hayan apagado

y, embrolladas, se mezclen las semblanzas

en la memoria de todos nosotros;  

cuando tú ya no estés y no haya más

consuelo que observar fotografías,

que recordarte como ahora y siempre:

el ruido de tus pasos al llegar

del trabajo, la risa, los consejos,

y también los reproches,

los abrazos; recuerdos que confundo

ahora, en este atardecer marchito,

hace ya tantos años, te conozco, 

luchando como siempre, sin descanso. 

 

Desde el sofá, sentado a tu derecha,

contemplo un cielo cada vez más triste. 

La noche será eterna sin ti, pero

agradezco este tiempo

que hemos pasado juntos.