Por Rafael Escobar Sánchez.
Parte de lo (mucho) que me gusta de este poemario está en su manera de retratar las palabras. Como si fueran una raza ajena a nuestras necesidades, a las que debe someter poco menos que a un acto de violencia (el cual determina que el poeta presente el texto como “un arma en la mano” para su lector) para que se presten a enunciar nuestro interior (“En qué ciudad morir, en qué poema”), un desasosiego que lleva casi a la necesidad de autojustificar ese impulso de expresarse en la letanía de motivos para buscar esencia creativa en “El poeta busca la inspiración”. Y, en todo caso, a manifestar una fe deliberada en que aparentemente luego pueda germinar («Testifico que estoy al servicio de La palabra, / digo que no hay página tan silenciosa / que no sea el vientre de una madre, /o que no guarde el contrato / de cuantos sueñan en “Afirmo que mi símbolo es la máquina”).
Así, el arte se afronta como una tentativa a la desesperada contra la mudez, contra la inercia a la nada, batallando contra el sufrimiento (“El don”) y el vértigo de la ruina (“Naufragio”), aunque a menudo se logre matizar la ceniza, apenas desdibujarla con un murmullo o un eco («Tallar esa piedra dura y transparente que rompa el silencio, / acunarla y verter sonidos mudos en su oído…» en “Cómo explicar arte a una liebre muerta”). Siempre, en todo caso, es preferible ese arte agónico a otro que es su antípoda, exhibición superficial de un dolor (o una felicidad, tanto da…) que solo existió como pose (“Genius loci”) y que probablemente no ha sido capaz de comprenderlo como un oficio, un trabajo minucioso que exige serenidad para controlar el desasosiego que produce lo lento de su avance (“Te mostraré el lápiz”). E infinitamente más preferible a la vaciedad malintencionada de la palabra “oficialista” (“Hay que sentir espanto ante las grandes arengas”).
Por su fragilidad, lo que intenta el arte se “deshace” y pasa a ser indistinguible de lo ya abolido y muerto («A veces lo creado se confunde con lo olvidado, / y requiere disciplina gobernar tanta miseria / —una transformación extenuada—», en “Yo tengo más recuerdos que si tuviera mil años”) y su “oficiante” puede marcar una distancia irónica sobre lo que creado que pasa a convertirse en una extrañeza a la que jamás perteneció (“No me llames poeta”).
En otro sentido, y no solo por la manera de nombrarlo, es imprescindible hacer referencia en este libro al retrato del mundo urbano. Partiendo de la advertencia de Ángel Faretta en su prólogo de que “no se busque ni se espere aquí el regodeo turístico-impresionista acorde a ese sintético título. Aquí las ciudades no son, o en todo caso no son exclusivamente ciudades capitales, sino estados anímicos”. No menos pertinente es su apelación a que no tengamos la tentación de buscar “costumbrismo social” (“Aquí nada de trenos por salas de espera, o por la incomodidad de los aeropuertos y en las taquillas de los cines y los teatros”). Todo es rotundamente cierto. Podemos recordar aquella Roma peligro para caminantes, de Alberti en que el poeta desvirtuaba el tópico esteticista sobre la ciudad con audacias escatológicas. El estilo aquí es radicalmente distinto pero creo que también hay un espíritu desmitificador, una negación de ese preciosismo (lo cual no va en detrimento de descripciones de la intensidad lírica de “Sant Angelo”, por medio de intuiciones que sugieren una sombría inquietud: “San Giovanni in Laterano” o estos versos de «¿Avanti a lui tremara tutta Roma”: «Roma es el poema que nace de su escombro, / la víctima ha labrado esa herida con sus propias uñas».
Una faceta más que interesante de esa desmitificación es que no exista aquí “culturalismo” en el sentido tópico porque los referentes artísticos no son sino vías de indagación en motivos (poéticos, existenciales) universales que se afirman por encima de las obras que intentan caracterizarlos (como la muerte en “La balsa de Medusa” o en el excelente “Catacumbas de San Calixto”, capaz además de retratar un espacio de libertad, arte y esperanza que es la madriguera ideal ante la insipidez del mundo).
Tienen estas urbes de Pedro Alcarria un poso de esa visión de la ciudad como entorno deshumanizado, que transmite una asfixia de alienación e irrealidad certeramente retratada en poemas como “Informe” y que la constituye en el lugar idóneo para la desorientación existencial («…después de todo lo que bebí, y las cosas extrañas que hago/y las cosas equivocadas que pienso / soy varias versiones de la misma persona / que no sé cómo describir» en “Biografía”) trazada por algunos de los poetas más influyentes del pasado siglo. Una atmósfera palpable en “L Ètoile” o “Flores para cobardes” y que adopta un tono intimidante en la habilidad en el uso de recursos expresivos como la enumeración (que lo abarca todo, desde objetos a actitudes insolidarias y poco éticas de sus habitantes) en “La ciudad”. También apunta una vocacional indefinición de los espacios que se barajan entre sí para conformar una honda confusión que se corresponde con la de todo aquello que es potencialmente poema («Un poeta buscando inspiración, / París en Berlín y Berlín en Roma»).
Creo que es importante también una suerte de posicionamiento vital con la fragilidad, con el desarraigo incapaz de encajar en una sociedad normalizada (“Tiergarten”), como una convicción que se hace apelativa para intentar compartirse con el “hipocrite lecteur” de Baudelaire («Ha llegado la hora de elegir tu bando, /es el momento de reclutar a los tuyos: // La niña de la mano de su hijo. / La prostituta violada. / La chica que llama a la gracia sobredosis de pastillas. / Horas de maquillaje esperando gustar a la gente. / El niño que en la madrugada tropieza / con el hombre de las feas cicatrices» en “¿Qué es mejor que mi cuerpo”?. Y creado desde la certeza de que la historia se construye sobre el cimiento del dolor de los más débiles (“Apostillas a la fundación de Roma”).
En cuanto al estilo, destaca la expresividad e irracionalidad dramática de las imágenes (que escapan, por fortuna y de nuevo en apreciación de Faretta, de “cierto onirismo descontrolado, cierto tardo romanticismo desatado”), en sombría coherencia con lugares en que sucedió la atrocidad (“Sachsenhausen”) y tal vez por ello dejan intuir ese dolor en cualquier lugar o esquina (“Topographie des terrors”), con la impronta de artistas que vertieron en ese molde expresivo su singularidad más insobornable (“Rimbaud caído”). Resultan especialmente brillantes en la letanía, con un poso onírico y trágico, de las que en “Aquí está el poema” («Una cloaca a cielo abierto, / despojo que cayó de un nido contrahecho, / huesos de un perro inocente, / bajo la pila de ladrillos que se derrumbaron…») revelan la escritura como un esfuerzo que sintetiza todo el fracaso que puede abarcar en el ser humano.
Me informa también Faretta, y es un hecho que desconocía por completo, que antes de la composición de este poemario su autor había editado una versión traducida de Las flores del mal. Y no dejo de encontrar aquí cierto “espíritu” de ese que en su momento fue un libro que me marcó de manera definitiva. La contundencia y versatilidad expresiva, el juego de contrastes para ese logro de que la poesía huela por igual “a flores y a orines” (no recuerdo si el francés lo escribía literalmente así), la alineación vital con los “desclasados” no como una postura elegida por intención de denuncia social o subversión moral contra los pacatos sino, más sencilla y honestamente, como resultado espontáneo de ser consciente de la propia fragilidad. Así he leído y disfrutado estos poemas. Como un pétalo de esas flores que Alcarria llevara en la solapa (caído al azar, sin buscarlo…) y de paso yo con él.»

Pedro Alcarria
París Berlín Roma
Ediciones Vitruvio
Colección Baños del Carmen nº 1036, Madrid, 2025

