Por Jorge de Arco.
En Una firme razón para el deseo (Cátedra. Letras Universales. Madrid, 2025), y en edición a cargo de Laura Cristina Palomo Alepuz, se reúne la poesía completa de Rosa Chacel, autora de fondo inagotable, de pensamiento afilado y vocación heterodoxa.
Lejos de ser un gesto meramente compilatorio, este volumen viene a revalorizar una faceta que durante décadas quedó relegada, incluso para la propia autora vallisoletana. Ella misma, llegó a declarar que su obra ―en su conjunto― era “una obra poética”, aunque a sus versos “no les concediera valor”. Una frase paradójica de quien que hizo del lenguaje un territorio de exigencia y una forma de conocimiento.
Porque Rosa Chacel no fue, simplemente, una novelista excelsa -valga recordar Memorias de Leticia Valle o Barrio de Maravillas– ni únicamente ensayista, cuentista, traductora o articulista lúcida. Su labor literaria fue el resultado de una vida intelectual en constante movimiento, reflejo de una biografía atravesada por la guerra, el exilio, los grandes debates filosóficos del siglo XX y una insaciable curiosidad. Alemania, Francia, Inglaterra, Brasil, Argentina y Estados Unidos…, formaron parte de su mapa vital y, en todos estos contextos, cultivó amistades y una escritura donde la lealtad afectiva y la interrogación filosófica se dieron la mano.
Sus poemas, ahora recuperados, aparecen como pequeñas piezas de orfebrería verbal que destilan una sensibilidad austera, densa y reflexiva. Lejos del exhibicionismo sentimental o del lirismo efusivo, Chacel opta por una escritura del pensamiento, de contención formal y alto voltaje intelectual. En sus textos, se percibe la influencia de los clásicos helenistas, del simbolismo, del existencialismo y del drama interior que atraviesa la modernidad. La naturaleza, la memoria, la fugacidad del tiempo, la experiencia del amor y de la muerte, pero también la amistad y el tributo a los otros (autores, amigos, amigas, cómplices), fueron sus grandes temas.
Destaca, en particular, su apego al soneto, forma que dominó con precisión técnica y hondura. En sus versos, la forma cerrada no constriñe el pensamiento, sino que lo afila. Un ejemplo de ello es el inicio del dedicado a Arturo Serrano Plaja, que actúa como epitafio y brindis al mismo tiempo:
Hoy te ofrezco esta copa envenenada
porque el tiempo es fugaz y el alma pena.
Aquí, la propia cadencia del soneto encierra una visión trágica del tiempo y de la conciencia. El sujeto no se pliega ante lo perecedero, sino que lo contempla con una mezcla de estoicismo y elegía.
O en este otro, dedicado a Gregorio Prieto, cargado de imágenes visionarias y casi místicas:
El confín de la vida arde en la hoguera
de implumes mariposas abrasadas
y astros alternos, que en las emboscadas
mueren, rechazan a la primavera.
En é, Chacel conjuga la lucidez metafísica con una imaginería delicada, rozando el delirio de la finitud. No se trata de una poesía confesional, sino de una meditación estética sobre la condición humana, una forma de pensar por medio de la metáfora.
Rosa Chacel publicó en 1936, A la orilla de un pozo. En 1978, vio la luz Versos prohibidos.
Ambos, están aquí y ahora reunidos, juntos a sus Homenajes, y Otros poemas, no recogidos en libro. Y, al par del conjunto, se adivinan textos en los que se invoca una figura ambigua -a veces musa, a veces interlocutor, a veces doble especular de sí misma- donde se entrelazan la sabiduría antigua, la pureza telúrica y una seducción más metafísica que carnal.
En versos como:
Yo me encontré el olivo y el acanto
que sin saber plantaste, hallé dormidas
las piedras de tu frente desprendidas,
y el de tu búho fiel, solemne canto.
la escritora pucelana accede a una dimensión casi órfica del recuerdo: el hallazgo de lo que el otro sembró sin saber, el descubrimiento de una belleza latente, preexistente, que se manifiesta sin ruido. El olivo y el acanto ―símbolos del saber griego, de la eternidad vegetal, de la elegancia sin artificio― se convierten en emblemas de una relación donde la emoción se transmuta en forma, y la presencia del otro permanece inscrita en la naturaleza.
Este soneto, dedicado al poeta y amigo griego Nikolas Kazantzakis ―espíritu afín―, funciona también como una declaración de principios estéticos: la poesía como escultura del alma ajena, como acto de fidelidad que anhela recomponer, refundar los territorios del origen. Así lo dice en el último terceto:
De estas piezas compongo tu escultura.
Nuestra amistad mis mismos años cuenta:
de ti hablaban mi cielo y mi llanura.
Se articula aquí, pues, una sabiduría recogida, sin aspavientos, una forma de fascinación silenciosa, que apunta a la admiración intelectual, a la divinidad de lo incorruptible. Chacel construye al otro con los fragmentos de su entorno -piedras, cielos, llanuras- como si todo lo vivido fuera ya, de antemano, una forma de homenajear esa presencia. Hay una pureza en esa mirada, una forma de amor que no exige, sino que reconoce y talla con palabras.
En este tipo de poemas se percibe a la Rosa Chacel más oculta y auténtica: la que contempla sin invadir, la que transforma la experiencia vital en signo, sin caer en lo sentimental ni en la abstracción estéril. Una voz que sabe que lo bello y lo sabio se insinúan. Que hay verdades que solo pueden decirse en verso.
Y, sin embargo, más allá de la forma, del homenaje, del tiempo compartido o perdido, lo que queda en su cántico es el ademán silente de quien escribe para poseer, para buscar. Así lo declara con una melancolía luminosa:
Fui por buscar las huellas, ese fruto
sin cuerpo, hijo del tiempo y el amor.
En ese “fruto sin cuerpo” se cifra toda una poética: la palabra como rastro, no como objeto; la poesía como búsqueda de la afirmación. Ella quiso explorar lo que el tiempo deja ―invisible, pero presente― en la memoria, en la amistad, en el deseo, en la idea misma de perfección. Y, esa huella que ella persigue es, también, espejo de su conciencia, lugar donde el pensamiento se vuelve forma y la forma revelación.
En su cántico no hay, pues, estridencia, ni pirotecnia lírica, sino una voz que se sabe parte del sigilo, del enigma, del asombro, y que, sin embargo, deja algo revelado en el aire: una intuición, una imagen, una respiración.
Leer estos poemas resulta, pues, como entrar en una caverna serena, donde el lenguaje ilumina y traza una senda, donde cada verso es paso, huella, indicio. Y esa senda, aunque parezca mínima, conduce ―como toda gran poesía― al centro mismo de la experiencia humana.

