Por Jesús Cárdenas.
Nace del desgarro existencial la poesía, como un hilo que pretende coser los fragmentos dispersos de una existencia herida e inestable. El ejercicio de la escritura es terapéutico porque, aunque no salva, nada menos nos sostiene. En el ejercicio metapoético, el verso se convierte en un acto de resistir: no hay consuelo, pero sí la materia que originan las palabras, como restos luminosos de una lucha interior. Escribir es hacerlo desde la introspección y desde una distancia crítica ante el propio yo, también ante el lenguaje. «En esta soledad, en esta quietud / que me grita el alma», sostenía Luis Cernuda.
En su sexta entrega, Bajo el cadáver del poema (Averso), José Antonio Pamies confirma su pertenencia a la corriente metapoética. Con sus dos últimas publicaciones, que marcaron una etapa de madurez en su trayectoria —En el umbral del día (2019) y Las ruinas de la aurora (2022)—, su voz se ha vuelto más depurada y contenida, pero también más radicalmente consciente de sus límites.
El volumen está compuesto por cuarenta y cuatro composiciones, más una extra, cuyos números en orden decreciente nos conducen a una existencia sobresaltada, quebradiza, atravesada por la pérdida. No hay capítulos que detengan el flujo de conciencia: el discurso se desarrolla limpio, coherente y sin artificios. Los poemas, breves y densos, se concatenan tanto desde el plano léxico-semántico como desde una rigurosa estructura estilística, logrando una unidad sutil pero poderosa.
El poeta alicantino enfrenta la fragilidad del lenguaje como un territorio esquivo, donde el verso actúa como salvavidas frente al dolor y a un amor inevitablemente malogrado. Su poesía revela un extrañamiento esencial: el lenguaje no logra capturar la emoción en su totalidad, sino que apenas la roza antes de desvanecerse. La memoria, fragmentada y a menudo ausente, remite a un acto de escritura en movimiento, un diálogo frustrado con un «poema esquivo, / que odias visitarme en el hogar / y mueres por las calles conmigo, / así me abrazo al sueño repetido / de la página en blanco».
El verso, más que redimir, evidencia la imposibilidad de fijar lo vivido. El motivo del lenguaje se entrelaza con la memoria como fundamento último de la identidad. En la composición 41, «Regresas a la piedra, / que dio cobijo a tu niñez, / casa anterior / a esta existencia dada», se revela un retorno simbólico a un origen irrecuperable, pero también una toma de conciencia crítica ante la disolución del pasado. El sujeto poético transita por distintas fases, y ya no reconoce al yo que habitaba su lenguaje anterior. Así, la escritura se convierte en un espejo roto, donde la memoria intenta reconstruir, sin éxito pleno, una continuidad perdida. Lo confirma el poema 40: «la sinrazón de otra mañana abierta / que late / bajo la muerte del poema».
Nos hallamos, por tanto, ante una poética marcada por un profundo distanciamiento entre el sujeto lírico que vive dentro del poema y el autor que lo escribe desde fuera. En la composición 25, esta fractura se expresa con lucidez: «Duele no ser capaz de transcribir / sobre el mapa claro de la vida / tu propio paso, / tu lenguaje», donde la imposibilidad de decir se vuelve tema central. En el poema 26, el lenguaje se convierte en límite y en umbral: «Al otro lado del lenguaje / cicatriza la memoria, / es el sueño de la vida», mostrando que lo que se recuerda es también lo que se reinventa.
La composición 5 ahonda en la huida del yo y en la angustia existencial: «Escribo huyendo de mí mismo / en este desierto oscuro / donde el presente aúlla», definiendo el poema como espacio de fuga y reflejo distorsionado. En la composición 6, el yo se fragmenta en una dualidad inestable: «ese lenguaje extraño se torna familiar, / y sientes pero dudas, vagas / […] donde eres el otro, / como Jekyll / sientes al no reconocido», acentuando la pérdida de identidad dentro del propio lenguaje.
Finalmente, la lucha con el verso aparece como un combate íntimo y fatigado, que apenas deja una esperanza difusa: «lucho conmigo / hasta encontrar el verso que me salve, / pero solo hay cansancio y ruina, / y una esperanza placentera». El lenguaje poético, en este contexto, ya no pretende nombrar, sino sobrevivir. Es un espacio donde el desgarro y la conciencia de los límites se abrazan. La desesperanza, sin embargo, no paraliza. Enseña a mirar con más verdad. La escritura se convierte en el único modo de completar los días, de dar sentido —aunque sea transitorio— al vacío. En la última composición se recoge esta aceptación serena del tiempo: «Agradeces a la vida / su tictac / comprendiendo el ritmo / del tiempo en cada cosa», no hay júbilo, pero sí una celebración lúcida. O en el poema 38, donde el lenguaje ya ha muerto, pero todavía brilla su cadáver: «poema muerto, / cadáver de otras vidas / donde la luz de enero estalla».
En definitiva, Bajo el cadáver del poema es una indagación lúcida en los límites del decir. La escritura, para Pamies, no salva, pero testimonia: es el eco persistente de una conciencia que duda, pero no renuncia al verso.

José Antonio Pamies
Bajo el cadáver del poema
Averso

