José Luis Trullo.- El 6 de diciembre de 1978, el pueblo español fue convocado a las urnas para refrendar la aprobación de la Constitución española (algo que, por cierto, jamás ocurrió con la de 1931: de hecho, la Segunda República fue «proclamada» o «advino», pero nunca se le consultó a nadie si la preferían a la monarquía a la sazón vigente).

El resultado fue abrumador: recibió el aval del 87% de quienes participaron. No se me ocurre un soporte más clamoroso para instaurar un sistema democrático que venía a sustituir a una dictadura que se había prolongado durante cuatro largas, duras y penosas décadas. En ello seguramente tuvo mucho que ver el que los partidos de izquierdas mayoritarios por aquel entonces, PSOE y PCE, pidieron explícitamente el SÍ a la Carta Magna. Eran tiempos de acuerdos básicos, cuando la clase política pensaba en lo mejor para el país y no para sus propios intereses de casta.

Con el tiempo, y por distintos avatares que ahora no vienen al caso, los comunistas se apearon de dicho consenso fundacional y abjuraron de una Constitución a cuya consolidación habían contribuido de un modo admirable y decidido. No solo eso: reclamaron de manera estentórea el «fin del capitalismo», es decir, de la economía de libre mercado, en la cual sus propios afiliados habían nacido, crecido y prosperado. Un caso paradigmático de ingratitud y falta de piedad filial que iría a más, cuando algunas voces de la ultraizquierda española dictaminaron que el capitalismo es incompatible con la vida (no de la suya propia, claro, pues jamás dichos personajes habrían alcanzado tales cotas de bienestar en otro contexto político e histórico). Pero dejemos eso ahora.

La cuestión es que en la agenda de la ultraizquierda española figura desde hace años la reivindicación (estentórea, como todo lo que dice y hace dicha facción ideológica) de un referéndum acerca del modo de elección del Jefe del Estado… ello, cuando no exige, de manera imperiosa, ¡Tercera República YA! A las bravas, como caracteriza a los niños y a los bárbaros.

No hay que ser muy listo para intuir que dichos peticionarios dan por supuesto que, en caso de poder decantarse en las urnas por un presidente democráticamente elegido, el pueblo soberano lo haría siempre y en cualquier caso por… uno de su cuerda. De lo contrario, no me cabe duda de que esa propia república que habrían «proclamado» volvería a correr peligro de muerte, como ya ocurrió en 1934 con la infausta «revolución de Asturias» (de hecho, un golpe de estado impulsado por el PSOE y abortado por su propia ineptitud organizativa).

Sea como fuere, en el imaginario de cierto colectivo subsiste la convicción de que el hecho de elegir al Jefe del Estado es infinitamente más «democrático» que asignar dicho puesto de manera vitalicia a un miembro de la dinastía borbónica. Desde luego, si reducimos el concepto de «democracia» al método de acceso a un cargo, la tesis es cierta. Ahora bien, como sabe cualquier estudiante de primero de Ciencias Políticas (esa extraña disciplina académica que permite que un Pablo Iglesias, no solo se gradúe, sino que llegue a poner copas en una taberna madrileña), una cosa es la legitimidad de origen y otra la de ejercicio: así, es perfectamente posible que un Presidente de la República se comporte de manera antidemocrática, pisoteando las leyes impunemente, y un Rey de una Monarquía constitucional, de manera democrática, respetándolas escrupulosamente.

A esto quería yo llegar. Ahora mismo, en los Estados Unidos una masa ingente de ciudadanos -quiero creer que perfectamente libres y conscientes- se están manifestando bajo el lema «¡No Kings!», o sea: «¡Reyes no!». Dado que en ese país está vigente, desde el momento mismo de su fundación, un sistema republicano, cabe preguntarse de qué monarca quieren desembarazarse, cómo y por qué. Dado que Donald Trump fue elegido en unos comicios perfectamente legales, tenemos que descartar que se estén refirieron a él…

Claro que no: se están refiriendo a él. De lo que los manifestantes se quejan es del modo de gobernar de Trump, esto es, del ejercicio concreto de sus facultades constitucionales en materia migratoria, sobre todo, pero supongo que en todo lo demás. Lo que rechaza la turba en las calles es que Trump esté haciendo lo que dijo que iba a hacer, y lo que la mayoría le concedió que hiciera. Irónicamente, lo que ahora lamentan un buen número de habitantes de una república es… que lo sea. De hecho, si les dieran a elegir, estoy convencido de que preferirían, con mucho, una monarquía como la española, en la cual el Jefe del Estado reina, pero no gobierna.

A mí Trump me parece un mamarracho desde el minuto uno, y además un personaje tóxico para el devenir de la convivencia humana (a la altura de Milei, Putin, Maduro, Bolsonaro, Bukele, Orban, Erdogan, Sánchez o Daniel Ortega). Ahora bien, tildarle de «rey» me parece un elogio desmesurado. No, Trump no se comporta como un monarca constitucional, sino como el Presidente de una República Popular, o sea: como un tirano comunista o como el ayatolá de un régimen islámico. Aunque aún no parece haber emprendido ninguna reforma de calado para que Estados Unidos se convierta en una de ellas, desde luego no es por falta de ganas, sino más bien por pereza y porque un millonario no suele detenerse en minucias procedimentales mientras nadie se lo impida.

Vuelvo a la idea anterior: si Donald Trump genera el rechazo de los votantes demócratas estadounidenses no es porque se comporte como un rey, sino porque no lo hace. Dicho lo cual, y a la vista de los frutos de someter la Jefatura del Estado al dictamen de las urnas, solo le pido a la Santísima Trinidad de la división de poderes que jamás de los jamases se instaure en España la Tercera República. Y es que, como suelo repetir en cuanto tengo ocasión, más vale un buen rey decorativo como Felipe VI, que un presidente de república demente como Donald Trump.