Por Aitor González J.

“El horror no necesita oscuridad. A veces, llega a plena luz del día, con canastas de picnic, niños jugando y una piedra en la mano.”

Publicada en The New Yorker en 1948, “La lotería” de Shirley Jackson no solo causó un revuelo inmediato, sino que se convirtió en uno de los relatos más estudiados, debatidos y temidos de la literatura moderna. ¿Por qué? Porque su horror no nace de lo sobrenatural, sino de lo cotidiano. Porque no apunta a lo que nos asusta en la noche, sino a lo que somos capaces de hacer bajo el sol. Y porque, sin mostrar sangre, te deja herido.

La historia comienza como cualquier escena bucólica: un pueblo pequeño, una mañana de verano, vecinos reunidos en la plaza para una tradición anual. Todo parece festivo, normal, incluso aburrido. Pero a medida que la autora va dosificando la información —con una precisión quirúrgica que raya lo perverso— entendemos que lo que está en juego no es una rifa, sino una ejecución ritual. Y no hay escapatoria. La víctima ha sido elegida. Y será lapidada por sus propios vecinos.

Jackson no necesita explicar el origen del ritual ni su función. Esa omisión es precisamente lo que convierte el relato en un espejo universal. Cualquier sociedad, en cualquier época, puede albergar su propia “lotería”, su propio mecanismo de violencia legitimada, de obediencia ciega, de sacrificio aceptado por el bien común. Lo monstruoso aquí no es la violencia en sí, sino su aceptación: mujeres que ríen nerviosas, niños que recogen piedras, padres que enseñan a sus hijos cómo matar. Nadie cuestiona el sistema. Todos cumplen su rol.

Desde un enfoque psicoanalítico, “La lotería” puede leerse como una alegoría de la pulsión de muerte colectiva (Freud), disfrazada de cohesión social. El deseo de castigar al otro, de descargar la culpa, de sacrificar a uno por la estabilidad de todos. El relato también explora la banalidad del mal: nadie es sádico, y sin embargo todos participan. No por odio, sino por costumbre. Porque “siempre se ha hecho así”.

Estilísticamente, Jackson opta por una prosa limpia, contenida, casi anodina. Pero debajo de esa superficie cristalina, bulle el horror. Su mayor logro quizás sea el contraste brutal entre el tono y el contenido: cuanto más apacible es la narración, más dura es la bofetada. Cuando terminamos el relato, el lector ya no puede confiar en la apariencia de ninguna comunidad.

En tiempos como los actuales, donde los mecanismos de control social, la vigilancia simbólica y la obediencia disfrazada de normalidad siguen presentes —aunque con otras máscaras—, “La lotería” sigue tan vigente como en 1948. Shirley Jackson no escribió solo una crítica a la tradición o a la violencia institucional: escribió una advertencia. Una profecía incómoda. Una piedra más en la mano de todos nosotros.

Y si estos temas os resultan familiares, quizás no sea casualidad: justo ahora estoy a punto de publicar Icaria, una novela que también se adentra en los mecanismos de control, los experimentos encubiertos, las instituciones que deciden quién merece vivir… y quién debe callar. Si os gusta ese tipo de oscuridad, estáis de suerte. Y si no… bueno. Deberíais leerla igual.