Por Paloma Rodera
Madrid vive estos días un extraño paréntesis: ese momento en el que el otoño parece detenerse frente a la fachada del Museo del Prado, como si también él quisiera asomarse a lo que ocurre dentro. Este noviembre, junto a las exposiciones en Madrid (Y más exposiciones que puedes encontrar), el Museo propone una doble lectura del arte y de su historia: por un lado, la exposición dedicada a Juan Muñoz, ya abierta al público; por otro, la muestra monográfica sobre Anton Raphael Mengs, que inaugura mañana, 25 de noviembre, y que promete reconfigurar nuestras claves de entendimiento del siglo XVIII. Dos artistas separados por siglos —y sin embargo unidos por un diálogo silencioso que el propio museo activa con precisión quirúrgica.
Juan Muñoz: el eco en la sala vacía
Entrar en la exposición de Juan Muñoz supone aceptar, desde el primer paso, que algo en el museo ha cambiado. Sus figuras globo, sus enanos, sus personajes que parecen escucharse a sí mismos, se instalan en las salas como si siempre hubieran pertenecido a ellas. Hay algo de teatralidad mínima, de suspense detenido, que obliga al visitante a ajustar la respiración. Muñoz, que siempre confesó estar más cerca de la pintura que de la escultura, dialoga aquí con Velázquez, con Goya, con la tradición prádica que ha configurado nuestra mirada desde la infancia.
La muestra traza con sutileza esa tensión entre presencia y ausencia, entre gesto y silencio. Hay en las piezas una sensibilidad casi literaria, una narración que no termina de contarse pero que tampoco permite escapar. Es un arte que nos exige permanecer, sostener la mirada, confrontar aquello que parece cotidiano y, sin embargo, nos desestabiliza.
Anton Raphael Mengs: la raíz luminosa del siglo XVIII
Si Muñoz opera desde el vacío, Mengs lo hace desde la claridad. Su exposición —la primera gran retrospectiva dedicada al artista en España— abre mañana al público y despliega más de 150 obras entre pinturas, dibujos y documentos que permiten reconstruir la ambición neoclásica de un creador que, durante mucho tiempo, quedó relegado a pie de página de la gran narrativa de la pintura europea.
Mengs aparece aquí como un artista total: teórico, pintor de corte, viajero, interlocutor directo de Winckelmann y motor de ese impulso por la «belleza ideal» que marcaría a toda una generación. Su Júpiter y Ganimedes, llegado en préstamo excepcional, se convierte en el epicentro emocional de la muestra: un fresco concebido para parecer antiguo, un juego erudito que todavía hoy interpela sobre la autenticidad, la imitación y la construcción de la memoria artística.
En las salas del Prado, Mengs demuestra que el siglo XVIII —tantas veces reducido a tránsito o a epílogo— posee su propio esplendor. Una elegancia disciplinada, una serenidad racional, una voluntad de orden que contrasta con el pathos barroco y anuncia las transformaciones que llegarán con la Ilustración.
Un museo que asume su propio relato
Lo verdaderamente fascinante de la coexistencia de estas dos exposiciones es que revelan un Prado que ya no solo conserva, sino que piensa. Un museo consciente de que la historia del arte no es lineal, que los siglos dialogan, se contradicen y se iluminan unos a otros. Muñoz no ocupa un espacio aislado: se proyecta hacia atrás, hacia la tradición pictórica que alimentó su imaginación. Mengs, por su parte, no es un ejemplo arqueológico: es un punto de articulación entre corrientes, un núcleo que nos ayuda a comprender cómo se construyen los estilos, los discursos y las jerarquías.
El visitante que recorra ambas muestras encontrará un hilo invisible: la pregunta por el lugar del espectador. En Muñoz, somos observadores observados, partícipes involuntarios de una escena suspendida. En Mengs, somos herederos de un ideal de belleza que aspira a elevarnos, a ordenarnos, a ofrecernos un marco sereno desde el que mirar el mundo.
Una invitación a mirar más despacio
Quizá por eso este noviembre se siente especial. Porque obliga a detenerse. A entrar en el museo con menos prisa. A aceptar que cada sala —ya sea habitada por una figura que parece a punto de hablar o por un lienzo que reclama disciplina y armonía— puede enseñarnos algo sobre nuestra propia forma de estar en el mundo.
El Prado propone dos exposiciones que no solo muestran obras: ofrecen experiencias. Una, desde la inquietud. Otra, desde la claridad. Una, desde el eco. Otra, desde la raíz. Ambas, desde ese lugar tan escaso en nuestro día a día: la contemplación inteligente.
Salir del museo después de recorrer esta doble propuesta deja una sensación curiosa, casi física: que hemos sido desplazados ligeramente. Que algo en nuestra mirada ha ajustado su foco. Que el arte, cuando se articula con intención y con escucha, sigue siendo capaz de acompañarnos, de interrogarnos y de devolvernos al mundo con una conciencia más precisa.
Este noviembre, el Prado no se limita a enseñar: conversa. Y quizás esa sea la forma más hermosa de habitar un museo.

