Por David Farré
El Sant Jordi Club dejó de ser un simple recinto, para convetirse en un lugar donde cientos de personas se reunieron para escuchar a un artista que no canta canciones: las vive, las abre, las entrega. Un artista con la sensibilidad a flor de piel y una puesta en escena que demostró, una vez más, que la vulnerabilidad puede ser un acto de fuerza.
Desde el momento en que se sentó al piano y abrió el concierto con “Strange House”, el ambiente quedó capturado. No hubo que esperar grandes gestos: bastaron unos acordes para que el público dejara de ser multitud y se convirtiera en silencio atento. Le siguió “Prayer”, dos piezas que, lejos de sentirse desconocidas, parecieron encontrar refugio inmediato entre los asistentes.
El concierto se convirtió en un precioso viaje emocional cuidadosamente construido. Llegaron los primeros estallidos de reconocimiento con “Best Day of My Life”, coreada con una calidez que hizo sonreír al propio Odell, y la belleza contenida de “Grow Old With Me”, que convirtió la sala en una especie de confesionario colectivo. Luego vinieron los clásicos de pulso más intenso —“Can’t Pretend”, “Spinning”, “Somebody Else”, “I Know”—, interpretados con una banda que supo moverse entre la delicadeza y la potencia sin perder nunca la elegancia.
Uno de los momentos más íntimos llegó con “Don’t Let Me Go”, donde el artista, solo al piano, consiguió que la respiración del público se coordinara con la suya.
La emoción siguió en crescendo con “Don’t Cry, Put Your Head on My Shoulder” y “The End”, dos de las nuevas favoritas del tour, antes de que el concierto entrara en su tramo más reflexivo con el magnetismo de “Black Friday”, esa canción que cada vez que escucho me hace visualizar nuevas imágenes, con frases tan bonitas como “I see the darkness where you see the light”.
El bis fue un abrazo final: “Parties”, “Can We Just Go Home Now”, “Answer Phone”, “Heal”, y sí, entonces, como si la noche hubiera sido construida para desembocar aquí, llegó “Another Love”. El público la cantó tan fuerte, tan unido, que durante unos segundos no hubo artista y espectadores, sino un único cuerpo emocionado.
Tom Odell se despidió visiblemente agradecido. La ovación fue larga, cálida, de esas que no sólo reconocen un buen concierto, sino una entrega sincera.
Al salir del recinto, la sensación de una noche en la que música se sintió. Y sí, buscaré la fecha de vuelta del británico a Barcelona.




