Por Jesús Cárdenas.

Antes de aprender a vivir en el mundo, intentamos explicarlo, domesticando su misterio con leyes, categorías y modelos que nos tranquilizan. La manzana, símbolo y hecho, cae obedeciendo a la gravedad, sin necesidad de sentido. En ese gesto mínimo se revela una paradoja humana: buscamos dominar lo real mediante la razón, la misma que nos alejó de una conexión primigenia. Conscientes de nuestra finitud, ansiamos comprender el todo. Tal vez, otra senda se revela en aceptar la caída sin respuestas, habitando el mundo desde una poética de la comprensión, una senda que parece insinuarse en Manzanas, que recibió el Premio de Poesía Joaquín Lobato 2024.

Su autor, José María Higuera (córdoba, 1970), tallista ornamental de madera, consolida con Manzanas una trayectoria reciente pero laureada, tras Proyecto de interiorismo y Desechos.  El volumen, estructurado en cuatro secciones, contiene dieciocho poemas, breves y cohesionados, que exploran la condición humana a través de imágenes potentes y un lenguaje evocador.

La primera sección, «¿Qué buscaba Lucy?», destaca por su calidad. Los cinco poemas sugieren una búsqueda existencial en clave científica. Lucy, arquetipo de la humanidad, representa el umbral donde el cuerpo se sostiene y la conciencia emerge. «Manzanas» ensaya aquí una poética de la proporción, donde el número áureo, «Phi», no impone orden, sino que permite la respiración del mundo. La exactitud matemática se convierte en caricia, la fórmula en consuelo. La belleza, bajo esta geometría, acontece, como la luz en la pupila o el temblor en la voz. Así fluyen versos endecasílabos blancos, sostenidos por repeticiones que refuerzan su musicalidad: «aunque sepas después en carne viva / que el hambre del gusano masticaba / la pulpa en tu interior / mucho antes de morderla».

El equilibrio, como en «Centro de gravedad», no es estabilidad, sino tensión. El sujeto sondea el lenguaje: «A veces me entretengo en equilibrios / y juego con la lengua / a declinar los miedos y las nubes». La verticalidad implica riesgo, aceptar la posibilidad de la caída. Física y emoción dialogan, las fuerzas que anulan el movimiento son las mismas que lo hacen insoportable. La sensatez pesa, inclina, domestica. El poema introduce aire, duda, una oscilación que recuerda al cuerpo su fragilidad. Caminar erguido no elimina el vértigo, lo vuelve consciente. El asombro nace donde la razón no alcanza a cerrar el gesto.

La memoria es materia que arde. «Ibertrén» y «Lo que en el barro gira» conciben el tiempo como un circuito donde pasado y presente se modelan. El padre, la arcilla, la manzana: materias simples que sostienen una metafísica doméstica. Todo gira en torno a lo tangible y lo perdido. La manzana condensa el libro: forma perfecta, promesa y corrupción. Saberla intacta y ya herida es aceptar la condición humana. Comer es conocer. Recordar es volver a morder.

En la segunda sección, «Lucy no conocía la gravedad. Tampoco que era un homínido», la introspección se despliega desde lo natural a lo social, entrelazada con una mirada existencialista. Higuera estructura los poemas desde lo particular a lo general («Como los peces») o viceversa («Agujeros negros»). El tono, anclado en la naturaleza, evoca resonancias cernudianas. La imagen del estanque remite a la búsqueda de la verdad en la fenomenología, donde cuerpo y percepción son el anclaje vital para la comprensión del mundo: «Me aproximo a la orilla del estanque / donde nadan ajenos a su peso / […] Existe algo en la asfixia que nos une». La reflexión se interioriza, confrontando la inconstancia del ser y la revelación que puede traer lo doméstico. En «Agujeros negros», el trascendental comienzo, propio de la mutabilidad del devenir, nos enfrenta a la rutina: «Todos los días no te ves de igual manera. / Hay mañanas en que sorprende la rutina / y nada es ya lo mismo, ni parece». El poema agudiza los sentidos mediante una metáfora que alude a espacios de exclusión, como sugiere Foucault: «Te preguntas por las alcantarillas, / hacia dónde se irá cada despojo, / […] si existe algún lugar donde sentirse a salvo». Este giro hacia la conciencia social y la empatía nos sitúa en la ética del otro en «Señales», donde la vulnerabilidad propia se revela a través de la del desfavorecido: «La mujer que dormita sobre el banco, / esta mañana, se parece a mí. // Nunca fue tan sincera la intemperie / tratando de mostrarme».

«Se sabe que Lucy no tuvo hijos». Esta afirmación de la tercera sección nos sumerge en una meditación sobre la perennidad del ser. Opera como detonante, invitando a reflexionar sobre la trascendencia a raíz de la carencia, redefinida por la herencia simbólica planteada en «El árbol y la sangre», donde la filiación biológica se transfigura en una descendencia de ideas, resonancias que se propagan en el tiempo, evocando el eterno retorno nietzscheano: «Soy sólo consecuencia, / acaso solamente otra manzana». La búsqueda de la esencia («Me gustaría conocer, si existe, / la autopsia que descubra / los versos, dónde los abrazos» en «Sobras evolutivas») nos remite al deseo platónico de trascender lo material. En «Cosas», la mirada se posa sobre el inherente significado de los objetos cuando son impregnados por la subjetividad, como sugería Rilke: «Es curioso lo que a veces suponen / las cosas sin nosotros, / lo que duran en ellas los recuerdos, / el ojo del aprecio en quien las mira».

Finalmente, «Lucy aún sigue cayendo» cierra el ciclo de la meditación sobre la caída existencial. La metáfora del título remite al origen antropológico y a la vulnerabilidad del ser. Esta caída se reitera, se traspasa. El «tictac de aquel goteo» en «La gota de agua» es vestigio de esa caída: «Hoy, varada en la cama, / en el techo me observa / una mancha creciente de humedad. // Conozco esa manera de mostrarse». Intensifica esta visión, donde la derrota es una condición preexistente, como en «De espanto y hueso»: «siempre toda derrota / es anterior a su pobreza / y permanece oculta a simple vista». La idea de una derrota inherente, una herida ontológica que precede a la experiencia, evoca la «náusea» sartreana, la contingencia radical de la existencia. La pobreza y la soja se convierten en símbolos del «despojo existencial». Esa imagen vertical de caída (siempre me acordaré de la caída del antiángel propuesto por Oliverio Girondo en Altazor), sobre uno mismo aparece en «Vértigo» como una revelación inmanente, un retorno al origen como consciente afirmación de la vida: «se deja caer sobre ti. El origen / reclama lo que es suyo / y asientes con la vida, tan despacio». La trascendencia no se busca en lo grandioso, sino en la materialidad cotidiana. En «El manzano de Newton» asistimos a una metáfora sobre el descubrimiento, anclada en la imagen icónica. La instrucción de «zarandear el árbol suavemente» y «ayudar a que caiga la manzana» sugiere que el conocimiento no es pasivo, sino fruto de la interacción con la realidad. La clave reside en «saber esperar / que se nos ocurra algo interesante», conduciéndonos a la intuición y a la maduración del pensamiento.

Manzanas es un tributo a la receptividad y a la preparación, ejes de la comprensión y, por ende, capaces de transformar el mundo.