Sergio Vargas.

El gran cocinero conocido popularmente como Robin Food, nos entrega su libro más confesional que va más allá de la gastronomía donde se defiende a capa y espada el placer de comer sin culpa alguna y sin ningún tipo de complejo.

Con mucha pasión, el maestro de Fuenterrabía firma una obra deliciosa tanto en escritura como narrador de historias, sin olvidar el tono salvaje que tanto le caracteriza y de tono dicharachero. Un libro para todas las edades, que se hace ameno por su mezcla de temas que van: desde la propia cocina, la crítica, la filosofía, la pedantería y recuerdos que afloran en cada receta pero sin receta.

 

 

El título ya nos avisa de lo que viene El hombre que susurraba a las morcillas (Debate) refleja la poca importancia que se da él mismo siendo entre muchas cosas Premio Nacional de Gastronomía 2025 y haberse formado en los restaurantes más prestigiosos del mundo como el de su fiel amigo Berasategui.

A veces parece un ensayo, otras unas memorias y a ratos un manifiesto. Con capítulos que van desde los ultramarinos y laterio fino hasta “Pastel” es un nombre de tango. También habrá cabida para los traumas de su infancia, el elogio a la grasa, el arroz que siempre esté bien pasado; todo ello con un lenguaje muy cómico, directo incluso escatológico y donde la ternura nunca falta.

No va destinado a lectores que busquen recetas para elaborar algún plato, es más bien una mezcla caótica del inframundo de David De Jorge, perfecto para ser habitado y donde poder jugar como un niño.

Para terminar, el libro es muy “Robin Food”, provocador, gracioso y visceral. Y ante todo una declaración con todas las de la ley de su amor por los fogones y por consiguiente de la vida, sin caretas, muy culto y descarnadamente humano.

Donde las normas no se cumplen y la emoción aflora al igual que los chistes más absurdos.

Un ejemplo de ello, lo encontramos en la página 53 cuando habla de los dulces: “Cuando ya oímos la máquina de café rugir escupiendo los vapores del café negro, aparece volando un pudín Sticky de proporciones descomunales. Todos ponen en la mesa cara de hastío, de no poder ni respirar como el fantasma de Canterbury, que no sabía dónde caerse muerto. Pero si en ese preciso momento a algún camarero se le ocurre retirar esas golosinas de la mesa, lo matamos entre todos”.

Disfruten de esta chaladura gastronómica.

 

«Fue mi madre y se pasó la vida poniendo escaparates increíbles en la irunesa tienda Margarita. Llegaba a casa y se quedaba dormida en el sofá con el bolso en la mano, reventada de tanto trabajar. Se casó con mi padre, Jorge, muy enamorados, y lo pasaron teta mientras pudieron. Tuvo una imaginación desbordante y, en un ataque creativo sin precedentes, sustituyó al ratoncito Pérez por el lobo Jacinto, quedándose tan ancha. Nos ayudaba a construir cabañas y le encantaba que durmiéramos en el jardín en tiendas de campaña tipo «tipi» de película de indios y vaqueros. Se quedó huérfana de padre siendo muy niña y fue la más pequeña de cinco hermanos, recordó toda la vida el incendio de Irún y Hendaya y el agujero que cavaron en la huerta de Beraun para ponerse a resguardo de la guerra. Las pasaron canutas y su primera muñeca se la hicieron con hojas de mazorca de maíz, así que se tomó la revancha con sus hijos, haciéndonos unos regalos que se te caían los ojos. Cocinó con odio durante toda su vida y manejó como nadie la olla rápida, con la que hacía arroces domingueros insuperables. Le chiflaba la morcilla de cebolla, comía dulces a un ritmo infernal, era capaz de engullir litros de helado «tutifruti» de una sentada y construía «castillos de chuches» para nuestras merendolas de cumpleaños que dejaban bizcos a los niños del barrio, ¡buala! Viajó por medio mundo. Salía de casa vestida de persona civilizada y aterrizaba un mes más tarde muy morena, guapísima y vestida con kimono japonés o huipil mexicano. En India se colgó una serpiente pitón al cuello, como Salma Hayek en Abierto hasta el amanecer pero cincuenta años antes, fue una pionera. Abría la maleta y sacaba cometas de papel, arcos y flechas africanos, una daga de hierro egipcia, figuras de Belén traídas del Perú hechas de miga de pan o trajes regionales guatemaltecos, que nos ponía para ir a los concursos de disfraces del colegio. Siempre ganábamos. Mientras tuvo salud, todo fue un despropósito maravilloso. La enterramos en el cementerio de Blaya y brindamos con vino a pie de tumba, si nos hubiera visto le habría dado un paralís, ¡estáis chalados! En el funeral hubo gente majísima, les pedimos encomendar su alma a dios y que vinieran a acompañarnos a la iglesia sin dar demasiado la pelmada. Conocerla fue un regalo. Ya no está, pero nos quedan su forma de vivir y un porrón de historias imposibles. Que la tierra te sea leve, aunque tú siempre fuiste todo menos leve: intensa, generosa, inolvidable y explosiva, ¡una bomba de neutrones!

 

Para Eli. Te sigo queriendo mucho, ¡cabrona!

 

Para mi difunto padre. ¡Ojo que va la fiera!

 

Para mi familia de sangre. Sois unos chapas pero os quiero mucho.

 

Para Oneka, Ane, Martín y Josete, siempre.

 

Para Telmo, Nico, Jara, Telma y Lucas … ¡Dragote!

 

A todos los que me aguantan pacientemente en el fogón del Martín Berasategui.

 

Al resto. También os quiero, pero un poco menos.

 

A los que quisieron verme mojama, ¡que os follen!, ¡sigo vivo y coleando!

 

Y a ti, lector, una vez más, gracias por tu infinita paciencia».

 

 

-En tu día a día, ¿a qué dedicas más tiempo: cocina o comunicación gastronómica?

Ahora mismo, mientras hablamos, estoy con el delantal puesto, en el restaurante de Martín Berasategui. Soy animal de cocina y le echo las horas que haga falta, aquí estoy encantado porque es mi hábitat natural. Pero tengo la suerte de que, además de dar de comer a los clientes, puedo sacar tiempo para escribir o para hacer programas de cocina.

-¿Qué hay que hacer para escribir bien de gastronomía?

Hay que comer mucho, hay que empacharse mucho y hay que agarrarse de vez en cuando alguna cogorza. Hay que vivir y luego sentarse y ponerse a ello. En mi caso, me ha ayudado tener afición por la lectura, desde muy crío. La lectura alimenta mucho la escritura. Yo domino el relato corto, estoy cómodo ahí.