Miguel Delibes: Un maestro de nuestra lengua

Miguel Delibes (1920 - 2010)
 
Uno de los escritores fundamentales de nuestra lengua, un auténtico maestro del castellano, ha muerto la madrugada del viernes 12 a los 89 años. La calidad e importancia de la obra de Miguel Delibes es reconocida tanto por el mundo crítico y académico como por sus miles de lectores, dispersos por todos los países hispanohablantes. Delibes entró en la literatura por la puerta grande: en 1947 su primera novela, titulada La sombra del ciprés es alargada, recibió el ya prestigioso Premio Nadal. A partir de entonces se situó en la primera fila de nuestra literatura, posición que no ha abandonado hasta su muerte.
Delibes es un autor capaz de abordar géneros muy distintos y de conjugar historias sólidas con personajes matizados y profundos. Una de sus mejores novelas –Los santos inocentes– tuvo la suerte de provocar una de las, también, mejores películas del cine español, de la mano de Mario Camus y unos actores portentosos. La temática rural de dicha obra, o de otras como El camino o Las ratas, contrasta con la narrativa histórica de El hereje o con novelas más urbanas, como Señora de rojo sobre fondo gris o Cinco horas con Mario.
Siempre compaginó literatura y periodismo, sobre todo en dos medios: el vallisoletano Norte de Castilla y El País.
  
Recaredo Veredas y Lorenzo Rodríguez.
 
Sobre D. Miguel escriben:
  
«Se nos ha ido. Una de las más grandes figuras de las letras españolas. Uno de los más formidables pilares sobre los que se asentaba la extensa tradición de insignes literatos que ha dado este país. Nos queda el consuelo de sus textos y el desconsuelo de no haberle hecho llegar el reconocimiento merecido de ese mil veces negado Nobel de Literatura. Que la tierra le sea leve y buen viaje, Don Miguel. Suerte con ese Camino. Donde quiera que le lleve. Y gracias por haber vivido. Y por haber escrito».
  
Pedro de Paz.
 
 
«A mí, como a la mayoría de los niños de España, me impusieron leer El camino en el colegio. Y, como la mayoría de aspirantes a guionistas, tuve un profesor que nos machacó durante meses con la idea que Los santos inocentes (Mario Camus, 1984) es un modelo de adaptación literaria, entre otras cosas porque se basa en una novela contundente y magníficamente estructurada. Cuando a uno le imponen algo o tratan de convencerle de lo que sea, tiende a rechazarlo de forma instintiva. Sin embargo, El camino y Los santos inocentes me parecieron entonces y me parecen ahora un ejemplo de honestidad y sabiduría narrativa. Por algo será».
  
Rubén Sánchez Trigos.
 
 
«Es interesante cuestionarse sobre la recepción en el extranjero de uno de nuestros grandes escritores españoles del siglo XX. La obra de Miguel Delibes en Francia vivió varias etapas. La primera se la dio Juan Goytisolo, allá por la década de los 50, que desde el exilio y apoyado por Gallimard, fue introduciendo las obras importantes que a pesar del régimen Franquista se estaban escribiendo en España. Se tradujo El Camino, entre otros. La segunda oleada de su obra vino gracias al éxito de la película de Mario Camus sobre Los santos inocentes, galardonada en el Festival de Cannes en 1984. Pero aún así, sus libros encontraron escaso éxito, quizá por no encajar el estilo de la traducción con el de su autor. Fue en los años 90, gracias a la traducción de Rudy Chaulet, historiador hispanista y, sobre todo, hijo de obreros y pariente de campesinos, cuando Delibes recuperó el puesto que le correspondía en el extranjero y sus personajes, “pasados” a otra lengua, no perdieron ni su fuerza inicial, ni su tono particular».
  
Jacinta Cremades.
 
 
«El tiñoso, el mochuelo, el moñigo, todos aquellos chavales que jugaban junto al río en El camino son parte de mi memoria de niño. Una profesora nos hacía leer cada día un pasaje de la novela. Siempre he tenido la sensación de que yo estuve realmente con aquellos chavales. Es la única novela de Delibes que evito releer, siquiera hojear. No vaya a ser que, como esas fotos o películas que degradan nuestro recuerdo a fuerza de ser tan realistas, sufra una decepción. Que en paz descanse el novelista que enriqueció tanto mi infancia».
  
Juan Aparicio-Belmonte.
 
 
«Desde que leí El camino, que vio la luz el mismo año en que nací, me convertí en un lector asiduo y entusiasta de Miguel Delibes. Pienso que ha sido uno de los cuatro o cinco escritores españoles más importantes de los últimos sesenta años. Era, también, un auténtico caballero. La cifra y símbolo de la caballería, tal y como debe entenderse el término en el siglo XX y en lo que va de siglo XXI: como un ejercicio permanente de generosidad con los demás y con lo demás, como una apuesta por los débiles y desfavorecidos, como una profesión de fe en la naturaleza desde una perspectiva humanista. Tuve ocasión de conocerlo hace muchos años, cuando yo ni siquiera sabía que iba a ser escritor. Me recibió con una amabilidad, una cercanía y una delicadeza exentas de toda impostura. Era un auténtico maestro, en lo vital y en lo literario. Conservo alguna carta suya como si fuera una reliquia de mi santa favorita. Aparte de sus cuentos, con los que me crié (La partida, Viejas historias de Castillas la Vieja…), las novelas de Delibes que prefiero son El camino, La hoja roja, Cinco horas con Mario y El hereje (tan distinta esta última de todo lo anterior), pero sin renunciar lo más mínimo al resto de su producción. Otra narración suya que me emociona hasta las lágrimas es Señora de rojo sobre fondo gris (1991), tributo de amor a su esposa, prematuramente fallecida. No podía faltar el culto al eterno femenino en un caballero sin tacha como Miguel Delibes».
  
Luis Alberto de Cuenca.
 
 
«Esta mañana, a primera hora, al alba de los cazadores, se ponía el punto final de la crónica de una muerte anunciada. Miguel Delibes era, desde hacía mucho, un superviviente de sí mismo. Lo explicó en el preámbulo de sus obras completas en Galaxia Gutenberg:
Aunque viví hasta el año dos mil…, el escritor Miguel Delibes murió en Madrid el 21 de mayo de 1998, en la mesa de operaciones de la clínica de La Luz. Esto es, los últimos años literariamente no le sirvieron de nada».
  
Santos Domínguez.
 
 
«Delibes acaba de hacer historia. Pasará a la posteridad y resistirá el tiempo, que es algo que se resiste cuando comienza a haber más libros publicados sobre la obra del autor y su vida, de lo que la obra del autor (o su vida) abarcaron. Recuerdo ahora Señora de rojo sobre fondo gris, sentí que esa novela me hablaba a mi directamente. Gracias, viejo».
  
Guillermo Aguirre.
 
 
«Me caía bien Delibes porque se definía a sí mismo como “un hombre sencillo que escribe sencillamente”. Mi generación no ha sido muy justa con él: obligados en el colegio a leer El camino, pronto lo asociamos a ese costumbrismo castellano que nos parecía rancio. Fue una estupidez como tantas estupideces sigue cometiendo la generación de escritores a la que pertenezco. Delibes no sólo fue un magnífico novelista, autor de la mejor radiografía psicológica del franquismo sociológico (Cinco horas con Mario)… Delibes fue además un modelo de escritor hoy día en desuso: el del ciudadano común que cuenta historias y compatibiliza su oficio de escribidor con su familia, sus aficiones y los amigos del pueblo».
  
Coradino Vega.
 
 
«Miguel Delibes ha sido heredero de esa estirpe de escritores que funcionan como icono de unos valores en los que una sociedad se reconoce y que confía a quienes los tienen, hasta el punto de poder calificarlos como maestros en ellos. Al verdadero maestro le otorgan tal grado los demás. A medida que pasan los años ha ido creciendo en todos la estima por este castellano humilde y recio que era Delibes. Resulta raro tratándose de escritores, pero la unanimidad en torno a Delibes ha sido total. Todo aquel que era escritor de verdad le respetaba. Ha quedado como el gran señor de la novela española de la segunda mitad del siglo XX».
  
José María Pozuelo Yvancos.
 
 
«Vieja Castilla:
Un escritor eterno
caza un tintero».
  
Miguel Ángel Serrano.
 
 
«Miguel Delibes me enseñó a través de sus novelas: Las ratas, Cinco horas con Mario, Los santos inocentes, El hereje… que el conocimiento, la emoción, la belleza, el compromiso social, la tristeza, el desaliento, la alegría, el estupor, el odio, la desesperación, la nostalgia, la impotencia, el amor, el deseo, el desconcierto, el atrevimiento, la soledad, el sufrimiento, el desconsuelo, el impulso, la esperanza… son posibles a través de la lectura. Que muchos libros son simplemente pequeños universos envueltos en papel. En ellos he vivido muchas horas, días y meses de manera intensa. En ellos he conocido otras dimensiones y he sido otra Juana Vázquez. Gracias Miguel Delibes por ese capital que nos dejas».
  
Juana Vázquez.
 
 
«Delibes forma parte de mi aprendizaje. De su obra, me quedo con Los santos inocentes, con Las ratas y con una cualidad que, por difícil, es rara: la honestidad. El autor vallisoletano se ponía al servicio de lo que contaba, olvidándose del prurito que tenemos los escritores de que se nos note el brillo. Creo que lo básico y lo más complicado en la escritura es ser capaz de ir más allá de uno mismo. Delibes lo logró, y por eso estamos ahora lamentando su muerte».
  
Elvira Navarro.
 
 
«Hace más de veinte años me vino la idea de reunir breves muestras caligráficas a partir de una pregunta sobre la luna. Con ese fin empecé a enviar por correo dicha pregunta, impresa en una tarjeta, a escritores de renombre. Uno de los pocos que entonces me contestó fue Miguel Delibes. El aprecio que profeso a su universo narrativo y a su prosa no habría sufrido merma alguna si él hubiera tirado mi carta a la basura, como hicieron otros. Tuvo, sin embargo, conmigo, a quien no conocía, un gesto de generosidad que aún le agradezco y que me sigue pareciendo una prueba de que el genio literario y el buen corazón no tienen por qué estar forzosamente reñidos».
  
Fernando Aramburu.
 
 
«Nunca bajó la guardia. Aunque él calificara su primera novela como nefasta, lo cierto es que La sombra del ciprés es alargada me conmocionó profundamente cuando la leí con diecisiete años, en lo que fue mi ingreso en el corpus narrativo del autor vallisoletano. Las demás fueron llegando a mis ojos poco a poco, a un ritmo tan cadencioso como el de su prosa, y mi interés hacia su trayectoria conoció un ‘crescendo’ continuo que culminaría en Los santos inocentes, ese fabuloso fresco rural que tan bien supo retratar el alma de un país a través de las penurias de unos pocos personajes memorables condenados a una suerte de determinismo castellano que acaba delineando el argumento de una epopeya humana tan fascinante como trágica. Delibes escribió muchos libros. Unos son mejores y otros peores, pero ninguno es malo. Por eso sus lectores le quisieron (y le queremos) tanto. Por eso para muchos el de hoy ha sido un amanecer triste. Por eso a primera hora de esta mañana ya se había creado en Facebook un grupo llamado «Señoras de rojo sobre fondo gris». No tuvo el Nobel, pero tampoco le hacía falta. Quienes nos dejamos mecer al son de su prosa siempre hemos tenido claro que era un genio».
  
Miguel Barrero.
 
 
«La primera y única vez que me regañaron en el colegio fue por culpa de Delibes. Una profesora me oyó comentarle a otra compañera que me había dado «muchísimo asco» leer Las Ratas. Tenía doce años y me había causado una repulsión sincera. La profesora me obligó a retirarlo («Prométeme que nunca volverás a hablar mal de Delibes». «Lo prometo, de verdad, perdón, lo prometo»). Me hizo leer la novela otra vez más y exponer a la clase los motivos por los que me había gustado tantísimo. No tuve que mentir ni un poquito».
  
Silvia Herreros de Tejada.
 
 
«Miguel Delibes ha muerto. Ha llegado la hora de desempolvar las necrológicas conservadas en tantas neveras periodísticas y académicas, de enumerar sus publicaciones y premios, de alabar su trascendencia literaria y demás glorias de prohombre de las letras. Personalmente me interesa su labor menos conocida: el compromiso por el mundo rural que mantuvo por encima de cualquier paquete ideológico. El que fue primer ecologista español defendió, ya en los años cuarenta, el ecosistema castellano en todos sus componentes: flora, fauna y cultura tradicional. Miguel Delibes denunció la destrucción del medio natural mucho antes de que se inventaran los verdes en España. Se movió en esa difícil línea entre el tradicionalismo rancio y el ecologismo radical y se quedó solo como tantos miembros de esa eterna tercera España. Que viva Delibes, ahora».
  
Fernando González-Ariza.
 
 
«La muerte de Delibes, como la de todos los grandes, siempre nos pilla con el pie cambiado. Qué decir ahora del hombre que aró el rostro de Castilla, que hizo posible la película más extraordinaria del cine español y que escribió uno de los finales más conmovedores de la literatura. Era nuestro penúltimo clásico vivo (el último, ahora, es Marsé), un hombre en el buen sentido de la palabra bueno, y el único reproche que puede hacérsele a una vida tan digna, tan alejada de los fastos literarios y tan llena de libros memorables es que no frecuentara más la ciudad para darnos una gran novela urbana que poner al lado de El camino o Las ratas. Pero ése era precisamente su gran amor y su grandeza: la fidelidad a la naturaleza, el frío sabor del campo por la mañana, el dibujo de los algarrobos visto a través de la mira de una escopeta.
Es difícil seguir la senda de Delibes, no sé si por su austeridad, su bondad o su tristeza de jubilado, quizá porque es imposible repetir el cristal de una prosa que zizaguea y refresca como el agua. Es más fácil aprender algo de Marsé o de Torrente Ballester, maestros en donde uno puede guardar más las apariencias. Sin embargo, en mi primera novela, escogí de epígrafe, al lado de un verso de Rilke, una cita de El camino, una frase impresionante de Paco el Herrero referida a la muerte de Roque el Moñigo que resuena en la novela con la potencia de un verso de Shakespeare:
-Los hombres se hacen. Las montañas están hechas ya.
Lo primero que leí de Delibes fue un fragmento de Las ratas en un viejo libro de lecturas de Anaya, aquel en el que todo el pueblo está pendiente de una helada que va a agostar la cosecha y el Nini, un niño vagabundo que es también un espíritu del campo, profetiza que el sol quemará el trigo a menos que se levante un temporal de viento y sacuda el hielo de las espigas. El modo sobrecogedor en que Delibes describe la espera angustiada de los labradores en la taberna es una obra maestra de suspense, como lo es la suavidad del soplo con que se anuncia la llegada del viento salvador, tan milagroso como la inspiración de un novelista excelso.
Él lo dijo. El Nini lo dijo».
  
David Torres.
 
 
«A QUIEN NOS DIO A MIGUEL DELIBES
El hado prudente, el orgulloso, el sabio
Ése que escoge con celo de madre y de dios
Con entusiasmo de inventor o de poeta,
Este hado poderoso que distingue
entre todos los que sollozan al caer del útero
al que será el Espíritu.
Digno Espíritu sobre el que posar su báculo.
Debería el hado ser menos orgulloso, más sabio y más prudente.
Realmente prudente,
Para no quitarnos lo que ya es nuestro.
Lo genios no deben morir
-nos dijeron hace años en el concierto,
lo cantamos entonces
con la cerveza en la mano y riendo-.
Los genios no deben morir».
  
Isabel Camblor.
 
 
«Literatura sobria y creíble que rezuma solidez, honestidad; novelas de receta clásica, con atmósfera, con enorme dignidad…
Miguel Delibes –en La sombra del ciprés es alargada, Las ratas, Los santos inocentes, El diputado voto del señor Cayo…- escribió impagablemente sobre la soledad de ese territorio vasto y deshabitado que es Castilla, que es el mundo, acaso tratando así de no morir igual que sus personajes.
Ayer culminó su hazaña principalmente vital: lo consiguió, falleció rodeado de su familia, su gran apuesta, y con gran reconocimiento como si de verdad aquí la vejez volviera a ser considerada como esa etapa en la que los seres humanos se desprenden de lo superfluo y recogen lo bueno sembrado…
Hombre de profundas lealtades, igual que Daniel el Mochuelo –protagonista de El camino– Delibes fue alguien que descubrió cual era su camino y luego transitó por ahí coherentemente siendo fiel a una mujer (doña Ángeles), a una ciudad (Valladolid), y a una editorial (Destino).
En efecto Miguel Delibes poseía esa lealtad inquebrantable no de quien no evoluciona, sino la de quien lo tiene claro.
Mis novelas favoritas de este autor ya clásico son La hoja roja –que describe sin concesiones la soledad de Eloy, un fotógrafo viudo jubilado casi de este mundo que, en el momento más gris de su vida, toma contacto con Desi, una muchacha de pueblo que se dedica a servir y que aspira en el fondo al prestigio de lo urbano sin saber que así está aspirando a esa misma soledad-, y El hereje –novela ambientada en el Valladolid de la época de Carlos V y que narra con prolija documentación las peripecias vitales y espirituales de Cipriano Salcedo, un reformista en tiempos de fanatismo-. Ambas son ya textos representativos de dos etapas distintas del autor y resumen de buen modo el quehacer literario de un hombre que supo ver en la tradición el cimiento y la dirección, aunque no renunció a cierto experimentalismo principalmente en dos novelas: Cinco horas con Mario y Parábola del naufrago.
Pero, sin embargo, he leído varias veces otra obra que se ha erigido en referente de mi corazón, y que siempre me conmueve. Señora de rojo sobre fondo gris es una novela que Delibes escribió tras elaborar el duelo de la muerte de su esposa, y bien se nota. Aunque el protagonista es un pintor famoso que narra la biografía emocional de su mujer fallecida a una de sus hijas, uno nunca deja de ver al propio autor tras ese protagonista conformando un conmovedor homenaje narrativo a su propia mujer. El tono tierno, fluido y reciamente lírico está muy logrado en esas páginas y, en mi opinión, hace gala asimismo de una humanidad apabullante.
Su universo narrativo previsible y sin embargo inquietante al principio, iluminador siempre, ha sido creado con una prosa directa y sin rehuir nunca la aspereza climática que muchas veces tiene el mundo, y su vocación es la de permanecer para siempre en el catálogo de lo selecto.
Ha muerto Miguel Delibes…
Nos estamos descapitalizando».
  
Luis Artigue.
 
 
«De la obra de Delibes ya se ha hablado, se habla y se hablará. Pero a mí, además, me gustaba su bonhomía, su afán rusoniano de naturaleza (sin las ridículas exageraciones de Rousseau), su apego a las raíces, su elogio de aldea y menosprecio de Corte, su humildad y su gusto y caridad por las palabras perdidas o a punto de perderse. Con él se va una parte entrañable de España».
  
Medardo Fraile.
 
  
«Los santos inocentes o Las ratas me parecieron siempre mucho más que retablos costumbristas de una España agreste. Fueron, si se quiere ver así ―yo quiero― una forma sutil y, por eso mismo, sincera, de denuncia. Señora de rojo sobre fondo gris me tocó especialmente por ese dolor tan hermano del mío ante la ausencia. Su trabajo, sus obras, hablarán siempre de Miguel Delibes por encima de las hemerotecas. Cuando desaparecen ciertos autores uno cree anotar que, con ellos, se va también un tiempo y una mirada. Vamos a echar en falta a Miguel Delibes por muchas cosas, por ese castellano limpio y humilde ―como el carácter de un pueblo, así su lenguaje―, por contarnos historias sin aspavientos donde la emoción y el sentido temblaban sobre lo que de cierto hay en el mundo. Hoy ha fallecido el hombre, pero para mí que ya vienen faltando en España unos cuantos más como Delibes, autores honestos que conciban la escritura como una manera de estar en la vida, lejos de la vanidad estéril, los fuegos de artificio y las posturas con fecha de caducidad. Hasta siempre, cazador».
  
Sergi Bellver.
 
 
«Oigo que ha muerto Miguel Delibes, en mi cabeza un goteo de imágenes: Lola Herrera velando a Mario, la carencia rural castellana de Los santos inocente, el pellizco que sentí cuando leí La mortaja, Delibes con sus nietos revoloteando a su alrededor el día que recogió el Cervantes…
Se lamentan de que no ha recibido el Nobel y yo pienso que es el Nobel el que se ha quedado sin Delibes».
  
José Luis Muñoz Díez.
 
 
«En las novelas de Delibes se escucha hablar a los desposeídos, que adquieren en su obra el valor de verdaderos héroes. Todo gracias a su lenguaje, a un tiempo exacto y artístico. Por eso creo que su mayor cualidad fue la de saber escuchar el mensaje de su tierra y de su tiempo. La literatura española no sería la misma sin su aportación sincera y original».
  
Esperanza Ortega.
 
 
«A Delibes le interesa la gente, porque cada vida humana aporta una nueva dimensión del universo: somos en función de los otros; posiblemente piensa que quien no conoce su tierra no puede conocer ninguna otra, y creo que si hubiera vivido en tiempos de la Revolución Francesa y le hubiesen ofrecido formar parte de la Enciclopedia, habría adoptado la misma postura que Diderot: antes que los temas capitales de la filosofía, que los grandes descubrimientos, prefiero escribir sobre cómo se construye un tonel, se forja una hoz o se confecciona una peluca. Sin embelecos, sin engolamientos ni martingalas. Directo a la semilla, potente, duro, todo verbo y nada adjetivo. Historias contadas con los puños apretados y la respiración contenida. Y así está bien».
  
Ignacio del Valle.
 
 
«La sombra de Delibes será alargada. El buen modo de hacer y ser del escritor, su actitud moral y la actitud del discriminado, del perdedor, en sus novelas, completaban su formidable estilo: una verdadera cota de mallas. El idioma español dignificado en sus letras. La defensa de la naturaleza y la soberbia del hombre frente a ella en sus entrevistas. Castilla en sus venas. El lenguaje del pueblo en sus líneas. La muerte, otra habitual en sus novelas, la deseaba sin violencia, serena, beatífica. Como la ha recibido. Un ciprés alargado ensombreció por un momento su casa. Sus escritos continuarán dando luz».
  
Iván Humanes.
 
 
«Libros hay muchos, pero son pocos los que recorren el cerebro durante años, como si se integraran a nuestro ser almacenándose en su espíritu. Cinco horas con Mario es uno de ellos, aún hoy la voz de esa mujer retumba en mis oídos, genial recurso de un autor que así inmortalizó para siempre un especimen destinado a desaparecer tarde o temprano de nuestra sociedad. Ahora que Miguel Delibes se fue quedará su amor al castellano bien escrito y la herencia de unos ojos capaces de poner el dedo en la llaga con elegancia y mucha inteligencia».
  
Jordi Corominas i Julián.
 
 
«“Un hombre, una pasión, un paisaje”, y entre estas coordenadas la infancia, la muerte, la ternura por el desvalido. He ahí la novela, he ahí el hombre.
Delibes: realista, con descripciones rotundas y exactas (“El valle, en rigor, no era tal valle sino una polvorienta cuenca delimitada por unos tesos blancos e inhóspitos. El valle, en rigor, no daba sino dos estaciones: invierno y verano y ambas eran extremosas, agrias, casi despiadadas”. La mortaja). Experimentalista: manejo magistral del tiempo y del monólogo interior en Cinco horas con Mario; puntuación irónica en Parábola de una náufrago, historicista riguroso (El hereje), solidario y tierno (Los santos inocentes). Grande. Siempre grande.Recreó como ningún otro una forma de hablar, de sentir y habitar el mundo. Seguro que esa tierra tan vivida le será leve».
 
Francisco J. Rodríguez Oquendo.
 
 
«La primera obra que leí de Delibes no fue una de las famosas, ni los cipreses, ni el camino, ni las cinco horas… Fue Mi idolatrado hijo Sisí. Hace miles de años. Sólo recuerdo que la relaciono con Miguel Bosé, no tengo ni idea de por qué, y con las tiendas de electrodomésticos. Quizá vuelva a leerla para ver si mi recuerdo tiene lógica. Lo único que sé es que me quedaron ganas de leer las demás, las que todo el mundo había leído. Era grande».
  
Jorge Díaz.
 
 
«El primer libro de Delibes que leí fue su premio Nadal, La sombra del ciprés es alargada. Dice Eugenio de Nora que es una novela de dictador y puede que tenga razón. A mí me impresionó. De toda su obra me quedo con El camino. Se ha ido uno de los grandes narradores del siglo XX, un gran escritor que limpió la literatura española de barroquismo y la hizo intensa y clara, contando el máximo con los mínimos elementos posibles. Un escritor comprometido con su espacio y su tiempo que mantuvo siempre el esfuerzo por no aburrir».
  
Jesús Egido.
 
 
«Miguel Delibes es memoria literaria de España. Esa visión triste, oscura y desahuciada que supo captar como muy pocos, tenía un aire mítico, casi atemporal. Pertenecía, ya antes de morir, a ese Olimpo de escritores inmortales que parecen haber vivido siempre. Sus personajes asumían rasgos esenciales casi básicos podríamos decir, porque sus temas eran universales y eternos. Miguel Delibes describía la tragedia como siempre ha sido y como siempre será, y la riqueza de su mirada estaba precisamente en que era capaz de captar lo más pobre y brutal y convertirlo en arte. Es triste la muerte, pero cuando se trata de un escritor con un legado como el suyo, ese temido paso es sólo un desenlace más en el ciclo natural. Él estaba ligado a la naturaleza, a lo salvaje, al suelo de una tierra que conocía bien. Su muerte orgánica nunca podrá afectar la grandeza de su obra».
  
Samantha Devin.
 
 
«Mucho antes de nacer yo, el joven Miguel Delibes llegó extasiado al patio del Alcázar de Segovia. Iba en medio de un grupo de castellanos pobres. Él estaba flaco como la raya entre dos provincias, y entonces apenas ganaba para costearse el papel de sus primeros escritos. Se había unido a aquel grupo en la Plaza Mayor, cuando Jack Cummings, un ayudante de producción, andaba contratando paisanos para que actuasen de figurantes en una película. El jornal no era mucho: cinco duros diarios de los de entonces, en 1955, y un bocadillo de chorizo por comida. Cummings montó a los siete hombres en un camión, cargado también con melones, y se los llevó al sur de la ciudad, al Alcázar.
La vívida impresión de Delibes se debía a la parafernalia que se había adueñado del palacio. Las viejas piedras medievales, las almenas y las torres, todo se hallaba trastocado por la impronta mágica del cine. Por cualquier parte había focos, decorados, cámaras, actores y gente del malvivir cinematográfico. Delibes reconoció al extravagante Akim Tamiroff, quien, al resguardo de un matacán, trataba de seducir a una maquilladora. No en vano, el literato había visto a Tamiroff en Cinco tumbas a El Cairo, proyectada en un decrépito cine de Valladolid.
Delibes quiso acercarse al actor georgiano. Pero unas palabras de Cummings se lo impidieron. Éste mandó a los siete miembros del grupo que se vistiesen con una serie de atuendos de atrezo que colgaban de unas perchas. Uno tomó el de jardinero, otro el de palafrenero, otro el de mozo de cuerda, etcétera. Delibes se quedó con el uniforme de mayordomo. Porque en todo castillo ha de haber un mayordomo, y aquella película trataba sobre un magnate megalómano que además de castillo tenía mayordomo. Por último, Cummings, en un español macarrónico, indicó a los figurantes que siguiesen estrictamente las órdenes del director del film. Y les advirtió que no debían mirar a la cámara, así como tampoco podían hablar nada.
Muchos años después, cuando yo ya había nacido, un taxi acercó a Miguel Delibes a una calle solitaria y umbrosa de Aravaca. En uno de sus espléndidos chalés vivía Orson Welles, el director y protagonista de aquella película que se había rodado en el Alcázar de Segovia. A raíz de ello, Delibes y Orson se habían hecho amigos. El joven escritor había osado romper su prohibición de hablar mientras se movía entre el decorado. Quiso corregir unas frases mal pronunciadas por unos actores secundarios. Y así lo manifestó al célebre director, que en ese momento andaba maquillado de Mister Arkadin. Orson, un perfeccionista compulsivo, tuvo en cuenta los consejos de su circunstancial mayordomo. En los días posteriores de rodaje, siempre que Welles tenía alguna duda sobre el habla local, las armas del castillo, el trato de los caballos de las cuadras y las cacerías que Mister Arkadin debía realizar con otros pintorescos potentados que poblaban tan extraño film, siempre acudía a las versadas sugerencias de Delibes.
Aquellas periódicas visitas de Miguel Delibes a la casa de Orson Welles en Aravaca formaban parte del ritual de su vieja amistad. Sentados en el saloncito o en el jardín, con un Ribera del Duero de por medio, charlaban por largas horas, sobre la caza, la literatura, el cine, el arte en general y las mujeres en particular. Entre estas, echaba mucho de menos a Paola Mori, que interpretara a la hija de Mister Arkadin. Comparaba a la graciosa Paola con la larguirucha Oja Kodar, su anterior pareja, y se sumía en la melancolía. Delibes le consolaba, y, para animarle, le sugería la posibilidad de que llevase al cine alguna de sus novelas.
Una noche la casa de Orson Welles en el pueblo de Aravaca ardió. Las llamas se llevaron muchas y valiosas pertenencias. Entre ellas, montones de guiones inéditos. Bastante años después, Miguel Delibes me confesó en su casa del Paseo de Zorrilla de Valladolid que en ese incendio había ardido el guión que Welles había escrito por fin sobre una de sus obras. Lamentaba bastante aquella pérdida. Pero ante todo, el novelista y académico echaba de menos sus charlas con su viejo amigo yanqui. La vida, y los caprichos de la literatura y el cine, los había separado hacía mucho. Y no habían vuelto a verse.
Meses más tarde, comuniqué al señor Delibes mi pronto viaje a Los Ángeles para solventar un delicado asunto de mi profesión. Al maestro se le iluminaron los ojos en cuanto le dije que había leído en el New York Times que el señor Orson Welles andaba dando tumbos por Las Vegas. Entonces don Miguel me pidió un favor: me encargó que llevase una carta a su amigo. Así se lo prometí. A las dos semanas volé a Los Ángeles. Un día después un coche alquilado me llevó por el desierto a Las Vegas. Busqué a Welles por toda la ciudad de las tragaperras. Anduve varios días por docenas de hoteles, casinos, restaurantes y aún lupanares. Pero en ningún sitio sabían del mítico y extraviado director.
Un periodista local, sin embargo, me habló de que Welles hacía meses que vivía en Los Ángeles. Me proporcionó su dirección. Al volante de nuevo, me dirigí de regreso a la costa con mi destartalado Ford. Pero el coche se averió a las pocas millas, a las afueras de Las Vegas. Me acerqué a un motel de carretera para pedir ayuda. Y allí, a la sombra de un porche, encontré a Orson Welles. Mucho después supe que en ese camino descansaba de su último viaje a Los Ángeles, donde moriría en una cama que no le pertenecía.
Aquella tarde estaba sentado a una mesa, donde hojeaba un ajado y amarillo taco de holandesas. Eché un vistazo. En vista de los encabezados, creo que era un guión cinematográfico. Me acerqué dubitativo. Me presenté. Me ofreció asiento. Poco después le pasé la carta que Miguel Delibes me había hecho el encargo de entregarle. Welles la abrió, dibujó su singular sonrisa diabólica y extrajo del sobre una carta. Me la mostró. Era la dama de picas. Acto seguido, Orson empujó el taco de papel mecanografiado hacia mí. Repitió el nombre de su gran amigo Delibes varias veces y se echó a reír como un niño. Luego seguimos apurando la botella de whisky».
  
Francisco Balbuena.
 
 
«Algunos escritores han intentado crear vastos mundos literarios. Delibes se contentó con dejar constancia del pequeño mundo que él habitaba. Pero de ese retrato, que el maestro pintó con los colores elementales del cielo y la tierra de Castilla, brota una monumental metáfora de la vida y la muerte cuya validez es universal. Azarías, Daniel, Nini, el Ratero, Carmen… Hoy todos ellos están huérfanos. Y muchos de nosotros, que con Miguel Delibes abrimos los ojos por vez primera a la literatura, nos sentimos también desposeídos de algo esencial. Además de su deslumbrante obra, Miguel Delibes nos deja una lección impagable de sencillez y dignidad. Se nos ha ido el más cercano de los grandes clásicos. Descanse en paz, maestro».
  
Eloy M. Cebrián.
 
 
«En el principio fue El camino.
Por él llegaron Daniel, el Mochuelo; Germán el Tiñoso, las Guindillas, la Mariuca-uca, y Roque, el Moñigo, pero dejaron la abierta la cancela por donde más tarde se colarían el Senderines; Carmen Sotillo, viuda de Mario; Cecilio Rubes; Régula; Paco, el Corto, o Azarías, con la milana prendida al hombro.
Para iniciar una eterna relectura, dejé a don Miguel al pie de la tea donde crepitaba el cuerpo de Cipriano Salcedo, y ahora, al igual que Minervina, a sus cincuenta y seis años y natural de Santovenia de Pisuerga, sufría la condena de llevar a su niño, vivo aún, al quemadero, velo para que el Olvido, que de todo el mundo se acuerda, no sea para alcanzarlo.
Escopetas; arqueología; perdices; truchas; Castilla; lo y los castellanos; muerte; risa; el dolor y la pérdida… La vida, don Miguel, su vida, qué gran sueño. Gracias por el regalo».
  
Manuel Nonídez.
 
 
«Aparte el hecho de que el Diario de un cazador se lo dedicara don Miguel a su partida de caza, y por ende, a mi tío Vicente Presa (“a quien le gané la última comida en su feudo de Villamarciel –aquel parro le bajé yo, Vicente—“), no es demasado original admitir, supongo, que si uno escribe es por haber leído en su día La hoja roja, El camino, Las ratas, Cinco horas con Mario o el propio Diario de un cazador. Con apenas quince o dieciséis años uno descubrió que se podía ser a la vez costumbrista pero no, realista pero divertidísimo, mordaz y ferozmente crítico sin perder las formas; y que se podía mezclar la seca prosa castellana con el más soterrado sentido del humor.
Y sobre todo uno descubrió que en esta vida, siempre, en cualquier ámbito y en cualquier parte, es imprescindible distinguir bien una boñiga de un cagarrón.
Descanse en paz y viva la esencia que Delibes supo contagiar en tres generaciones».
  
Ignacio Jáuregui Presa.
 
 
«Miguel Delibes siempre me ha parecido un escritor y un ser humano ejemplar. Sin formar nunca parte de grupos y capillitas literarias, sin participar en el circo de los premios literarios apañados, alguno de los cuales rechazó con ofendida, dentro de su proverbial cortesía, dignidad, supo durante muchos años, retirado en su rincón de esa Castilla la Vieja que tanto amaba y que tan extraordinariamente describió, ir creando una de las obras novelescas más importantes del pasado siglo. Por eso, en este momento de su fallecimiento quiero manifestar mi pesar y mi admiración».
  
Antonio Martínez Menchén.
  
 
«La figura de Miguel Delibes, persona a la que siempre admiré por su valía literaria ─creo que solo tengo pendiente de lectura El hereje ─ y su temple de castellano adusto y noble, me mereció siempre mucho respeto. Hay detalles que hablan de su honestidad, como cuando rechazó ganar el Premio Planeta, por ejemplo, o cuando, tras salir de una operación que lo mermó en lo físico y en lo intelectual, se negó a escribir una línea más porque ya no sería digna de él, porque ya no era el de antes. Leí La sombra del ciprés es alargada, La hoja rota, Cinco horas con Mario, Mi idolatrado hijo Sisí, Los Santos inocentes y siempre me pregunté por qué a este vallisoletano que escribía el mejor castellano con una depurada sencillez y esculpía personajes tan humanos no le dieron el Nobel».
  
José Luis Muñoz.
 
 
«Gran escritor -novelista, cuentista, cronista de aventuras naturales-, de prosa concisa y exacta, fue también persona independiente, abierta, sin jactancia. El nombre de Miguel Delibes permanecerá en la Historia de la Literatura; su recuerdo cordial, su ejemplo humano, en cuantos tuvimos la fortuna de conocerlo».
  
José María Merino.
 
 
«Los cipreses creen en Miguel Delibes.
La sombra de Miguel es alargada. Se proyecta sobre la segunda mitad del siglo veinte y se lo merienda con patatas.
El Nobel no supo ganar a Delibes, como le paso a Galdós y a tantos otros. Empecé a llorar su muerte cuando terminé de leer La sombra del ciprés es alargada, yo tenía dieciséis años y sabía ya que Delibes era eterno o al menos tan eterno como pueden serlo los hombres, poco sabemos de los poetas egipcios y de Homero nos queda un nombre. De Delibes nos quedan Cinco horas con Mario y El camino que lleva a releer Los santos inocentes para no ser “Un príncipe destronado”.
Delibes fue “el hereje” de las letras negándose a prodigarse en corros, saraos y salones literarios. Prefirió el campo de la verdad, la primera hora del alba a las mentiras que saben a tabaco, no le hizo falta dejar Valladolid para ser universal. De alguna manera fue el último de la Generación del 98, el último que canto a una Castilla que toda España sintió suya.
En su primera novela habló de su temor a la muerte, en la penúltima ya no la temía, de la gran novela de su vida siempre supo la última frase».
  
Eugenia Rico.
 
 
«Pocas novelas me impresionaron tanto, cuando tenía catorce o quince años, como La sombra del ciprés es alargada. Quizás fue por eso, o porque sabía, gracias al libro Cinco horas con Miguel Delibes de Javier Goñi, que no sólo era un grandísimo escritor, sino también una persona extraordinaria, que le escribí una carta. Era la típica carta tonta de adolescente. En ella le contaba que quería ser escritor y que me gustaría que me diera algún consejo. Incluso, gracias al Diccionario de autores editado por la Fundación Germán Sánchez Ruipérez, conseguí su dirección. Pero nunca me atreví a mandársela. Hace siete años, cuando estuve por última vez en Valladolid, me paseé por el Campo Grande esperando verlo tomando el sol en un banco. No lo encontré: otra oportunidad perdida. Creo que desde el 2006 o incluso antes ya no salía de casa. Muy deteriorado físicamente, incapaz ya de dar su paseo diario por el Campo Grande, decía que lo único que le ilusionaba en la vida era que su Valladolid no bajara a Segunda. Al año siguiente creo que bajó, y luego volvió a subir. Desde que está de nuevo en Primera, he temblado cada vez que he visto al Valladolid en la zona de descenso. Como ahora».
  
David Casas Peralta.
 
 
«A Miguel Delibes le debo yo saber que estaba condenado a vivir de jugar con las letras. Cuando tuve mi primera calculadora, la puse del revés y en vez de una cifra me salió DELIBES. Con un 5, un 3, un 8, un 1, un 7, un 3 y un 0. Eran unos números luminosos en azul. Luego fue el cazador de su novela, fue él, el que me hizo creer que un lector podía entrar en otros mundos».
  
Román Piña.
  
 
«Se nos ha ido uno de los mejores prosistas españoles. Poco que añadir a lo que ya sabemos. Pero no menos importante es la persona que nos ha dejado. No tuve la suerte de conocerlo, pero saltaba a la vista que era un hombre honesto, desprovisto de esa vanidad que aqueja a tantos escritores o de la mezquindad que a veces cuesta separar de este oficio. Solo por eso siempre me mereció el mayor de los respetos.
Descanse en paz».
  
Andrés Pérez Domínguez.
 
 
«Para muchos extremeños como yo, Delibes fue «nuestro escritor»: aquel que narraba lo que nuestros autores no habían querido (o sabido) contar. Ese mundo rural, esos campos para la caza y el despotismo. Daba igual que muchas veces los paisajes no fueran extremeños: esa España era también Extremadura; y muchos de mis paisanos, incluida mi propia familia, viajaba cada año hasta Castilla para emplearse en tareas como la siega o el pastoreo o la venta de picón. No soy nostálgico, por eso amo los libros de Delibes en los que supo escapar de la nostalgia y mostrar la realidad tal cual, sin embellecimientos, sin mentiras «por el arte». Nunca lo olvidaremos».
  
Julián Rodríguez.
 
  
«Sin dejar nunca de ceñirse a un lenguaje que avanza a ras mismo de la existencia, Delibes consigue sobrepasar con creces las cuatro metas de todo gran novelista: no sólo suplantar la realidad, también interpretarla; no sólo afrontar nuestra parte oscura, también iluminarla».
  
Jesús Ferrero.
  
 
«El halago es un territorio común a la hora de la muerte, pero en el caso de Delibes debiera ser obligatorio. Delibes nos ha dejado en herencia un puñado de novelas excelentes, pero además su obra ha dado pie a una de las mejores películas de la historia del cine español: Los santos inocentes. Si a esto le unimos una rectitud moral a prueba de bombas, creo que le vamos a echar mucho de menos».
  
Juan Carlos Márquez.
 
 
«Ojalá mi muerte sea como la de Miguel Delibes: cargada de años y de sabiduría, rodeada de amor y de homenajes, con la suficiente dignidad y la suficiente humildad como para haber callado y haber hablado cuando era necesario».
  
Espido Freire.
 
 
«Compartí con emoción la inquietud del Mochuelo la noche antes de su partida a la capital para tratar de ser alguien. ¿Quién querría dejar atrás ese mundo de correrías, riachuelos y animales por la vaga promesa de una educación? Delibes, que nunca cambió de paisaje, fue un hombre sabio que supo descifrar el enigma de la felicidad en un barbecho de rocío y un vuelo de perdiz. Escribió de todo y siempre de lo mismo: de la gente sencilla, que es la que hace una tierra, aunque le diera la forma de una novela social de señoritos, de un monólogo arrebatado o de un absurdo crimen en manos de un hombre pacífico. Caía bien. Supongo que porque era buena gente, un hombre alejado de las sirenas de la fama. Un tipo de verdad, de la casta a la que no le va hacer campaña para un premio. “Se va a morir sin que se lo den”, se comentó en las redacciones de Prensa el día antes. Ni falta que le hizo: se le seguirá leyendo durante muchos siglos».
  
Miguel Ayanz.
 
 
«Con esta palabra definió Gonzalo Sobejano, un gran crítico, a Miguel Delibes: autenticidad. Es una palabra que hoy no está de moda y quizá por desgracia.
De sobra sabemos que con buenos sentimientos se puede hacer –se hace, de hecho– mala literatura. Pero no siempre sucede así. La autenticidad, desde luego, no garantiza la calidad de un escritor, pero si se posee esa calidad, la potencia. Y además nos acerca cordialmente a ese autor.
Hace años concluía un librillo mío con su ejemplo: cuando la vida y la literatura se unen con absoluta congruencia, la obra posee un sentido y el lector capta con emoción la armonía de esa música.
La obra de Miguel Delibes respira una honda fidelidad a su tierra castellana y a su ciudad, Valladolid, en los temas y también en la forma de tratarlos. Anecdóticamente, él renunció a muchas tentaciones de trasladarse a Madrid, con las grandes ventajas que eso hubiera supuesto en teoría para su carrera. Y acertó de pleno».
  
Andrés Amorós.
 
 
«Hay sobre todo dos cosas que como lector y escritor admiro en las novelas de Miguel Delibes: la vida propia de sus personajes sin apenas caracterización y su estilo diáfano y sencillo. Creo que hizo suya la reflexión de Chéjov: «El arte de escribir es el arte de abreviar»».
  
Juan Bas.
 
 
«Si algunas vidas ajenas son generosas en lecciones, y de ellas aprendemos, la muerte es también gozosa en ocasiones, al menos cuando nos da la oportunidad de reconciliarnos con el mundo que nos rodea. Así ha sucedido en el caso de don Miguel Delibes, de quien somos deudores por su vida y obra, y al que personalmente agradezco también que su muerte se haya convertido en un manantial de emociones y reconocimientos públicos, en una sociedad que vive de espaldas a la cultura en general y a la literatura en particular. Como si, en verdad, el oficio de escribir le interesara al mundo; como si los escritores formaran parte, a pesar de todo, de la sociedad. Gracias y gracias, don Miguel. Por ambas cosas».
  
Antonio Gómez Rufo.
 
 
«En una novela que publiqué hace unos meses hay un capítulo que no habría existido sin antes no hubiera leído «Cinco horas con Mario», obra portentosa y mucho más fácil de abordar de lo que mucha gente cree, pues es un «thriller» emocional, como dicen algunos críticos de cine. La considero una de las mejores novelas que he leído y a su autor uno de los imprescindibles, siempre con su carga existencial y melancólica, siempre con apuestas lúcidas y conseguidas. En paz descanse».
  
Francisco Ortiz.
 
 
«Había muerto ya
cuando cerró los ojos.
Se lo había llevado
la ausencia,
enredada en los últimos años
que le impuso la vida,
enhebrada a la fuerza
en su cuerpo,
huidizo y herido,
cansado de cargar
uno a uno
su frutos maduros».
  
Inma Chacón.
 
 
«A los narradores que hemos nacido en Castilla nos es imposible eludir el modelo de estilo (sobrio, expresivo, lleno de precisión y belleza) que nos ha dejado Miguel Delibes en sus obras. Llegó a las cimas de los clásicos con su mismo ideal: escribir tal y como se habla. Él es ya -y desde hace mucho tiempo- un clásico de nuestra literatura. Yo le debo muchas horas de felicidad».
 
Óscar Esquivias.
 
 
«Miguel Delibes ha sido un maestro en el mejor sentido de la palabra. No sólo como escritor, sino como hombre íntegro donde los haya. Estos días las emisoras de radio han vuelto a reproducir algunos fragmentos de su discurso con motivo de la entrega del Cervantes, y no he podido escucharlos sin emocionarme, sobre todo cuando hablaba de la vecindad de la muerte y de su vida ya ida, sustituida en realidad en por las existencias ficticias a las que consagró su tiempo, disuelto su ser en el de sus personajes. A aquel «debéisme cuanto escribo» de Machado le da una vuelta de tuerca más: sin asomo de reproche, lo que parece decirnos a sus lectores es que le debemos la vida. No la nuestra, sino la de él que quedó sin ser vivida, hundida para nosotros en paisajes y papeles. Y tiene toda la razón, pero, ¿cómo se paga eso?».
 
Carlos Castán.
 
 
«Uno de los grandes cometidos del escritor es el de retratar una época. Su época. Incluso el autor más alejado de los referentes de la realidad, amigo de géneros soñadores, completa con su obra una forma única y personal de ver su mundo. Miguel Delibes dibujó como ningún otro el campo y la vida rural de la España del pasado siglo. Fue el mejor. El que mejor destiló y sublimó esa porción de la esencia de la humanidad, de una época que ya casi se extingue. Llegarán tiempos distintos, largos periodos tecnológicos y literatura de megalópolis, y se extinguirán también. Pero la obra de Miguel Delibes quedará ahí, como un retrato inalterable por encima de los accidentes del tiempo. Como también quedará el agradecimiento unánime de sus lectores por el regalo recibido».
 
Juan Jacinto Muñoz Rengel.
 
 
«Ha muerto. Ha muerto Delibes, uno de los mejores escritores de postguerra. Autor de obras magistrales como La sombra del ciprés es alargada, Cinco horas con Mario, Los santos inocentes, El camino, Las ratas, La hoja roja…
Hombre bueno, bueno y leal, honesto, fiel a su editorial Destino; supo, como nadie, plasmar el lenguaje sobrio y conciso de los hombres de Castilla, en su doble vertiente: el hablar rural de las gente del campo castellano y el habla de provincia, de esa clase media provinciana representada por Carmen en Cinco horas con Mario; todo ello visto desde el prisma de sus constante temáticas: naturaleza, muerte, infancia y prójimo, o dicho de otra manera: un nombre, una pasión, un camino, como quedan fielmente reflejados en unos de sus mejores cuentos: La mortaja».
 
Belén Garrido Palazón.
 

«Conocí a Delibes de niño, cazando y en familia. Era el mejor amigo de mi padre y su mujer, la inolvidable Ángeles de Castro, la mejor de mi madre. Cazábamos mucho en un monte de mi familia y en el campo, Miguel se transformaba. Era el gran señor allá donde fuera, amigo de los guardas, tierno con los animales, líder en la cacería. Mi padre le dejaba hacer porque ellos se entendían muy bien, con pocas palabras, y además se admiraban (Delibes dedicó a mi padre Antonio, junto a la cuadrilla y su propio padre Diario de un cazador). Como los grandes amigos, ambos se parecían bastante. Los dos eran castellanos hasta la médula, dignos, sobrios, adustos con los de fuera… y muy guasones entre sí».     

Ignacio Merino.      

«Todos somos herejes para los demás, santos inocentes que penan las culpas del prójimo, Marios que no merecen cierta clase de responsos. Y en este azaroso, desagradecido y a todas luces injusto universo, a veces se oyen voces que luchan para que la vida recobre su sentido auténtico y para que la paz y la libertad dejen de ser el patrimonio de unos pocos. Miguel Delibes fue una de esas voces y, por ello, este país fue capaz de mirarse de nuevo en el espejo. Gracias».    

Javier Lorenzo.    

«Delibes fue uno de los autores referenciales de mi generación, y también uno de los maestros de quien intenté aprender a escribir. Me deslumbra su manejo del castellano, la limpieza absoluta de su prosa, la pureza de cada una de sus páginas».   

Marta Rivera de la Cruz.   

«Me llamaron de una agencia de noticias para preguntarme por Delibescuando estaba cogiendo leña en la Herrería de El Escorial, y respondícomo si no hubiese muerto. Supongo que hice bien porque ni para mí, nipara la literatura, Delibes ha muerto».  

Javier Puebla.  

   

«Con Delibes, como con tantos grandes escritores, es preciso preguntarse hasta qué punto el paisaje, entendido éste en su más amplio sentido, ha dado forma a su obra o si, en realidad, su obra ha creado un paisaje. Diría yo que es, sobre todo, lo segundo, que esa Castilla de santos inocentes, de antepasados belicosos, de muerte al sol, es, hoy por hoy, un paisaje creado: partiendo de una sustancia real, Delibes ha creado ese paisaje suyo, reconocible, de naturaleza feroz y ferozmente humana».  

Beatriz Villacañas.  

«Para los nacidos en los 60, Delibes fue ante todo ‘El camino’, ese libro ejemplar que tuvimos la suerte de tropezarnos masivamente en el bachillerato. Porque gracias a él conocimos de forma limpia, honda y cabal, tal cual era la mirada de su autor, la España de nuestros padres y abuelos. Ese país rural, estrecho y no obstante expectante ante el cambio ya inminente, en el que vivieron nuestros ancestros y que a nosotros nos tocaría dejar atrás. Ese país limitado, y sin embargo fascinante; duro, y a pesar de todo entrañable. Gracias a Delibes todos supimos un poco mejor quiénes habíamos sido, aportación nada desdeñable para entender un poco mejor quiénes éramos y seríamos». 

Lorenzo Silva.