El árbol de la vida (2011)

Por Gonzalo Suárez López.
 

 

Valorar objetivamente El árbol de la vida (2011) obliga al espectador a realizar un esfuerzo adicional: una vez en la butaca es preciso abstraerse de la gran polémica que rodea la última película de Terrence Malick, un director que –recordémoslo brevemente– se aleja obstinadamente de los focos, trabaja lo más secretamente posible y nunca concede entrevistas; un cineasta de 67 años de edad que en los últimos cuarenta años no ha estrenado más que cinco largometrajes, lo que no le ha impedido erigirse en uno de los autores de mayor repercusión tanto dentro como fuera de los Estados Unidos y conquistar algunos de los premios más prestigiosos del panorama cinematográfico internacional.

 

El último de ellos, como ya sabemos, es la Palma de oro de Cannes. Hace años que no aparece una simple fotografía de Malick, por lo que el director estadounidense, como sugirieron algunos, podría haber estado presente en el Grand Théâtre Lumiére cuando Robert De Niro, presidente del jurado de la edición de 2011, anunció el nombre del ganador. Sea como fuere, el director no se hizo ver y en su nombre recogieron el galardón sus productores. Jude Law confirmó hace poco en una entrevista que el jurado –del que formaba parte–, uno de los más hollywoodienses de la historia del certamen, tuvo claro nada más ver El árbol de la vida (2011) que el máximo galardón iba a ser para la única producción estadounidense en competición además de Drive (2011) (a la postre, por cierto, premio a la mejor dirección). Las «malas lenguas» van más allá y lanzan la hipótesis de que incluso antes del comienzo del festival se había decidido que el último trabajo de Malick se iba a llevar la Palma.

 

Debido a este alboroto –que bien podría haber nacido de la pluma de Frédéric Sojcher y la conspiración cinematográfica de su Hitler à Hollywood (2010)–, ver El árbol de la vida (2011) es, como hemos dicho, un ejercicio de abstracción. Apagado el incendio, silenciada la algarabía, uno puede embarcarse en este viaje pluridimensional, majestuoso, transcendental y a la vez cotidiano que propone esta vez Terrence Malick.

 

En este periplo asistimos a tres historias paralelas: por un lado, la del niño Jack y su familia (sus dos hermanos, su bondadosa madre, estandarte del camino de la gracia en la vida, y su severo padre, encarnación del sendero de la naturaleza, llevada a cabo por Brad Pitt); por otro, la historia del universo (donde figuran secuencias de dinosaurios y coloridas imágenes de estrellas, sistemas solares y galaxias en lento movimiento de formación o expansión). La tercera historia está marcada por las reflexiones existenciales –en off– de un Sean Penn que encarna al Jack adulto y carece de desarrollo real.

 

A la banda sonora, fluida, elegante y esmerada, acompañan unas convincentes interpretaciones de todos los miembros de la familia. Sin embargo, es el espléndido trabajo conjunto de montaje, fotografía y (en menor medida) dirección lo más destacado de la película, porque El árbol de la vida (2011) apuesta principalmente por la exposición de una serie de retazos hipnóticos que lleven al espectador al éxtasis de la identificación personal no con un personaje, una historia o incluso toda una película, sino con la idea sobre la que fluye todo el guión y que es más grande que cualquier otra cosa.

 

En este sentido, a la ganadora de la Palma de oro de 2011 cabe objetar lo mismo que sirvió de crítica al jurado que, encabezado por Tim Burton, otorgó al tailandés Apichatpong Weerasethakul el mismo premio el año pasado; a saber, que El árbol de la vida (2011) es una obra tan local y específica, arraigada en un territorio y en una cultura concretas, como lo fue Uncle Boonmee (2010). La universalidad que, pretenciosamente, ha perseguido Terrence Malick en su última obra y que ha llevado a algunos a compararla erróneamente con 2001, una odisea en el espacio (1968), no es más que aparente: El árbol de la vida (2011) hunde sus raíces en la práctica cristiana y familiar de la América profunda y es indefectiblemente un fruto directo de ella.

 

Por esta razón, estos últimos meses ha surgido un número tan grande –y ruidoso– tanto de admiradores como de detractores de la película; personas que salieron conmovidas del cine y personas que aguantaron media hora antes de abandonar la sala con la sensación de haber sido estafados; peregrinos extasiados ante una nueva catedral, única, ambiciosa, inmensa –No en vano el propio Robert De Niro habló del “tamaño” de la obra a la hora de justificar el galardón–, y turistas que han oído hablar de ella y no ven ni oyen nada que les turbe el alma en ese vasto espacio entregado a una práctica lejana e incomprensible (el último cuyo juicio acabó trastocado fue Sean Penn, que afirmó que en el montaje final no encontró la emoción que sintió al leer el guión, lo que le ha llevado a preguntarse qué diablos pintó él en la película).

 

Dar una opinión sobre El árbol de la vida (2011) es tan sencillo como difícil es valorarla objetivamente. No han sido pocos los prestigiosos críticos de cine que han recordado en voz alta su infancia y hablado de sus temores y sus deseos en sus críticas: una práctica de dudosa profesionalidad que, en este caso, parece casi insoslayable si se quiere expresar la fascinación o el desprecio –no hay término medio– que provocan las dos horas y cuarto de cine más polémicas de los últimos años.

 

 
El árbol de la vida (2011) se estrenó en España el pasado 16 de septiembre de 2011.
 

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