El topo

Por Rubén Sánchez Trigos.

 

Hubo un tiempo en que las películas policíacas, las de espionaje y las genéricamente llamadas de intriga, se escribían y se filmaban para un público adulto, más o menos exigente, al que más te valía no tomarle el pelo si querías que siguiera pasando por caja. A finales de los años sesenta y durante la década siguiente, coincidiendo con una profunda crisis de fe en sus instituciones –son los tiempos del Watergate, de Vietnam, cercano aún el recuerdo de la crisis de los misiles de Cuba-, el cine norteamericano comenzó a exorcizar sus fantasmas políticos mediante un puñado de películas de hábil verborrea y esforzado guión. Cualquier adolescente de los de hoy en día, y seguramente de los de entonces, caería rendido como un bebé a los quince minutos de intentar seguir la trama de Todos los hombres del presidente (Alan J. Pakula, 1976), Conspiración en Berlín (Michael Anderson, 1968) o El premio (Mark Robson, 1963), películas que apuestan por los datos antes que por las persecuciones in extremis y el gatillo fácil. Películas que imitaban a la vida, antes de que esta se decidiera a imitar al cine.

 

Luego llegaron los ochenta y Hollywood empezó a descender por el siempre amable túnel de la infantilización, al principio gozosamente, luego degenerando hasta los (no)límites que hoy conocemos. En consecuencia, el cine de espionaje, así como el de investigación política, si es que alguna vez existieron tales géneros, no sólo desapareció casi por completo del mapa, sino que –lo que es peor- acabó suplantado cual ultracuerpo por el más manejable cine de acción. Los espías –como Bond, pero Bond lo hacía con sana autoconciencia de ello- ya no cotejaban documentos, ni se devanaban los sesos intentando encajar las piezas del puzzle, ni estaban atentos al detalle; era mucho más rentable para el estudio que pasearan por decorados kitch colgados de la última súper-modelo con ínfulas de actriz, que protagonizaran trepidantes persecuciones a bordo de coches imposibles, o que inventaran mil y una formas sorprendentes de acceder a la última cámara acorazada. Y en lo que a los propios espías se refiere, los actores debían ser preferentemente jóvenes –consumir antes de los treinta y cinco años-, y el guión regalarles ingeniosas frases que soltar justo antes de mandar al otro barrio al villano (extranjero) de turno.

 

En esta tesitura, se agradecen películas como El topo (Tomas Alfredson, 2011). El nuevo trabajo del director de aquella joya delicada y glacial que era Déjame entrar (2008) se ha tomado su tiempo para decidirse por su siguiente proyecto, y el resultado ha sido esta adaptación de la novela de John Le Carré que ya conociera una afortunada adaptación para la BBC en forma de serie en 1979. Si en aquella era Sir Alec Guinness quien prestara su depurado oficio al desencantado espía George Smiley, para su película Alfredson ha confiado esta tarea a Gary Oldman, uno de esos actores a los que es difícil coger el paso, justamente por lo serpenteante de su carrera, aciertos y errores incluidos. Oldman compone un profesional maduro que compensa con experiencia, perspicacia y sensibilidad las muchas dioptrías de sus antiestéticas gafas, todo un anti-héroe en las antípodas, por ejemplo, del Brad Pitt de Sr. y Sra. Smith (Doug Liman, 2005). Pero donde vuelve a rayar alto Alfredson es en el mimo y precisión con que compone una puesta en escena límpida y perturbadora, recurso con que visualiza las muchas pasiones asfixiadas por la trama –atención a la secuencia de montaje final, un prodigio de concisión narrativa-.

 

Vaya por delante que quien esto suscribe sigue gozando con cada nueva entrega del modelo Ethan Hunt e imitadores, pero no nos engañemos: lo de Cruise es cine de acción –o mejor, cine espectáculo- disfrazado de otra cosa. El genuino cine de espías sigue siendo una reliquia polvorienta que tiene más de humano que de bomba de relojería, así que, por favor, corran a ver El topo. Pasarán muchos antes de que otro Tomas Alfredson tome consciencia de ello.

 

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.      

 

 

El topo (2011) se estrenó en España el pasado 23 de diciembre de 2011.

 

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