Gais en el teatro francés: un tabú muy rentable y con mucha guasa

Por Horacio Otheguy Riveira

Pioneros en reírse de la infidelidad heterosexual, notables comediógrafos e intérpretes componen personajes universales para fustigar la hipocresía burguesa acerca de la homosexualidad.

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Daniel Auteuil en Le Placard (Salir del armario), película basada en una obra teatral.

Causaron gran impresión las manifestaciones en Francia contra los matrimonios homosexuales, pues el país siempre ha sido un modelo de libertad sexual, muy por encima del resto de Europa. A tal punto que en los años 60, dos extraordinarios escritores hetero, muy politizados, líderes de muchos movimientos de liberación, avalaron a dos escritores marginados social y sexualmente. Me refiero a Jean Paul Sartre y Simone de Beauvoir, quienes encabezaron movilizaciones para liberar al escritor homosexual, Jean Genet, por entonces en la cárcel condenado por robo. Poco después salió de prisión e inició una larga carrera como autor teatral, novelista y poeta cuyos últimos años los dedicó a luchar por la causa de los palestinos.

El otro caso fue el de Violette Leduc, bisexual que prefirió la relación con algunas mujeres, autora de una desgarradora novela autobiográfica, La bastarda, que dio la vuelta al mundo gracias al impulso otorgado por Beauvoir, récord de ventas en los 70 y reeditada muchas veces. A esta relación entre Leduc y Beauvoir se le ha dedicado una película muy interesante en 2013: Violette.

Alrededor del amor y los enredos del dinero

Más allá de las limitaciones de un amplio sector reaccionario, Francia sigue siendo baluarte en numerosos aspectos culturales, a menudo en contradicción con el racismo o fobias de parte de la sociedad. Mientras se acosa al inmigrante de a pie, entre artistas de todo tipo siempre las puertas se han abierto con bastante generosidad. En el cine y el teatro galos destacan considerables extranjeros a fuerza de trabajo y talento.

Mucho trabajo y mucho talento también han creado puentes de comunicación en escena a partir de un género popular, ya plenamente integrado en los grandes movimientos teatrales del mundo: el vodevil (voix de ville: la voz de la calle) con la firme voluntad de hacer reír riéndonos de nosotros mismos y de los poderes sociales que nos agobian.

Y en el punto de partida la farsa creada por Moliere (1622-1673) a fuerza de fracasar como trágico, que era lo que él de verdad quería. No logró lucirse como su admirado Corneille, pero como tenía que vivir como actor y autor fustigó a los aristócratas haciéndoles reír, como si sus tonterías de ricos no fuera con ellos «sino con el de enfrente». Y a partir de allí, siglo tras siglo, siempre hubo un momento teatral donde los amores prohibidos brillaron entre carcajadas, con un vaivén de ingenio y picaresca por encima de cualquier castigo social.

Desprecio y buenos negocios

La buena guasa empezó con admirables maestros como Eugene Labiche (1815-1888) y Georges Feydeau (1862-1921), quienes se mofaron de los prejuicios burgueses y disfrutaban con la libertad de ser uno mismo por encima y por debajo de las exigencias sociales. Y, por supuesto, muy a gusto entre las llamadas bajas pasiones, que siempre han sido las más buscadas. Luego les siguieron muchos otros jugando en el siglo XX con las mismas travesuras de todos los tiempos: Marc Camoletti, Max Regnier, Barillet y Gredy, Jean Poiret

En torno a la eclosión de mayo del 68 se produjeron los auspicios de Sartre y Beauvoir, y por ese entonces salieron a relucir dos obras donde el contraste social es clave para dilucidar el conflicto de ser diferente, de sentirse atraído por el mismo sexo. Primero un drama cínico de triángulo bisexual, Los ojos muertos, única obra teatral del prolífico ensayista y novelista Jean Cau, quien se desempeñó durante un tiempo como secretario de Sartre, entre muchos otros oficios. Y sobre todo, la reposición de Los huevos del avestruz, de André Roussin, muy aplaudido autor de elegantes comedias y sensibles melodramas, que se adelantó en mucho tiempo sobre este tema, ya que esta función data de ¡1948!

Claro que el hijo homosexual de Hippolyte, el protagonista autoritario y siempre pasado de rosca, nunca aparece en escena: es un tipo despreciado por la familia hasta que su padre descubre que se está haciendo rico como modista, y que entonces podría resolverle sus acuciantes problemas económicos junto a otro hijo descarriado, éste “más normal”: gigoló de señoras. Cuando Hippolyte espera al «extraviado» para recibirle con los brazos abiertos, se abre la puerta… y cae el telón. La medida de la libertad sexual la da el dinero. Y a partir de allí toda generosidad será poca.

La jaula de las locas.Locas y señores de la buena sociedad

La jaula de las locas, debut como autor del actor Jean Poiret, fue un éxito internacional que batió récords. Hasta la fecha no se conoce nada parecido. Desde su estreno simultáneo en París, Múnich y Buenos Aires en 1973, se sucedieron montajes en el mundo entero, se creó un musical en Broadway en el 83. Se realizaron varias películas en Francia (también una continuación de la primera), y una norteamericana, mientras se sigue representando como la primera obra teatral que enfoca la libertad de elección sexual desde el humor y con una severa crítica final al cinismo de la derecha mojigata.

En efecto, en La jaula de las locas, el matrimonio de dos hombres, uno de ellos travesti-diva del cabaret que ambos regentan, tiene que aparentar ser lo más normal posible, ante el hijo de uno de ellos que reclama su ayuda ante el padre de su novia, un político de principios morales estrictos. Tienen que aparentar ser una familia de lo más normal. Las dificultades se cruzan a lo largo de situaciones hilarantes con diálogos muy logrados, y finalmente todo se desbarranca hasta la aparición de la madre del muchacho… y en el epílogo sensacional, el estricto político resulta ser un habitual de “los boys” del cabaret, una loca más.

En la actualidad se representa en Madrid, La jaula de grillos, una versión con el excelente actor-cantante Alberto Vázquez (¿Hacemos un trío?), que respeta el texto original, pero al que se le han añadido números musicales originales que nada tienen que ver con el musical estrenado en Broadway (e incluso en Madrid con Andrés Pajares y Joaquín Kremel en 2001).

Jean Poiret ha continuado su carrera de actor y adaptador, pero no volvió a escribir ninguna otra función original. Sin embargo, otros autores le han seguido los pasos llevando a escena el mundo gay en su vertiente más interesante y con menos plumas: la de hombres que han de ser ellos mismos o sucumbir para siempre en las redes del cinismo imperante.

Buenos y malos negocios entre alegres revolcones

Tras La jaula de las locas se produjeron bastantes chapuzas y varios títulos menores hasta la brillante aparición en 2001 de: Le placard de Francis Veber (quien ya había triunfado con otro vodevil, La cena de los idiotas), conocida en España como Salir del armario, con una excelente versión cinematográfica con Daniel Auteuil y Gerard Depardieu.

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En Le placard, un empleado que va a ser despedido de una fábrica de condones se las ingenia para hacer correr la voz de que lo echarán por homosexual, y como esto da mala imagen y hundiría el negocio no sólo lo retienen, sino que de paso su compañero casado, machista y homófobo queda en evidencia y se ve obligado a cambiar de actitud. Para proteger su puesto se ocupa de demostrarle amabilidad y afecto, y se entrega a esa representación de tal manera que cree enamorarse en patética transformación.

En el verano de 2013 llegó a España un gran gran éxito parisiense: Le gai mariage, bajo el título de Una boda feliz, de los autores Gérard Bitton y Michel Munz. Ha durado cuatro años en cartel con dirección de un favorito de la comedia francesa en versión española, Gabriel Olivares y un reparto espléndido: Agustín Jiménez (indudable rey de la comedia con sólo dos títulos: La cena de los idiotas y El apagón), Antonio Molero, Francesc Albiol, Juan Solo, Celine Tyll, aunque algunos fueron sustituidos a lo largo de tantos años.

Una boda feliz regresar de algún modo al origen teatral de Los huevos del avestruz, de Rossin, allá por 1948, pero al calor de los nuevos tiempos, y con algo también de La jaula de las locas: un soltero empedernido va a heredar de una lejana tía, siempre y cuando se case, dispuesta a hacerle sentar cabeza hasta después de muerta. Como él no quiere renunciar a su vida de mujeriego, le propone casamiento a su mejor amigo, y cubrir así el expediente. Un matrimonio de conveniencia que pinta muy bien hasta que empieza a resultar una auténtica pesadilla.

Dimes y diretes sobre un juego bien encajado entre brillantes diálogos y personajes siempre muy interesantes, dando la batalla por ganada a través del mejor humor del añejo vodevil.

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