Tres fantasmas para esta crisis

Por Carlos Valdés.

Malos tiempos para la novela estos de expansión del desequilibrio económico, aunque vuelva a estar de moda el griego. Mientras las grandes editoriales españolas se calan la armadura para hacer frente a su temido dragón electrónico y arrecia la tormenta primaveral de novedades, entre vampiros adolescentes, novelas históricas y suecos más o menos intrigantes, cualquier persona a la que las noticias sobre el rumbo que va tomando este tinglado no le suenen a ruido de fondo puede pedir a su librero de guardia el libro que no solo no le quite el mareo, sino que le permita profundizar en él.

Porque, aunque no hay que renegar de la novela-biodramina para los viajes cortos, pues no tiene sentido pasarlo mal cuando la química puede ayudarnos, ¿acaso hay algo más fascinante que sumergirse en el Maelstrom de la inquietud, perder pie en aguas azarosas, olvidar por un segundo qué es arriba y qué es abajo, para volver después a tierra firme con la perspectiva alterada y una gota más en el vaso de la experiencia?

Por si acaso, para quien no tenga librero de confianza (¿qué hace aquí entonces? Salga ya mismo a buscar uno), me permito recomendar tres títulos de narrativa extranjera que ponen el dedo en la llaga. Son estos:

La boca llena de tierra, obra del serbio Branimir Šćepanović, en magnífica traducción de Dubravka Sužnjević publicada por Sexto Piso con el esmero y la sobriedad habituales, ha pasado demasiado desapercibida, para mi gusto, desde su publicación a principios de año. La novela, narrada a dos voces, ofrece tal riqueza de lecturas en sus ochenta y ocho páginas que el lector se sentirá tentado de releerla tras la reflexión en que quedará sumido después de cerrar su última página. Texto pulsátil, incómodo si se lee con la sinceridad necesaria, al tiempo que absorbente, enigmático y elegante, dispara cargas de profundidad contra las bases de esta tranquilidad eterna en la que creemos vivir. De regusto ligeramente beckettiano por los elementos mínimos de su factura (tres personajes en un bosque), y de magnífico estilo, plantea importantes cuestiones a quien se atreva a acercarse a él. Eso sí, su prologuista, Goran Petrović, advierte al lector «¡Tenga cuidado, cuídese, este libro lo va a inquietar!». El mejor libro que se ha publicado en lo que va de año para un servidor.

Kanikosen. El pesquero, de Takiji Kobayashi, traducido por Jordi Juste y Shizuko Ono, supone un revelador desembarco de la recién nacida Ático de los libros y va ya por su segunda edición. Auténtico fenómeno sociológico en el Japón actual, pues se ha convertido en best-seller a pesar de tratarse de una novela publicada en 1929, retrata el día a día de los trabajadores de un pesquero a quienes el patrón complica seriamente la existencia. En esta novela coral, el autor, sobre cuya peripecia vital recomiendo que lean en la página de la editorial, parece querer provocar al lector con un lenguaje que consigue trasladar firmemente la aspereza de la historia a la lectura. Obra de gran carga política y en cierto modo doctrinaria, no dejará de sorprender lo acertado de su publicación en estos momentos de zozobra.

– La nave de los muertos, de B. Traven, en traducción de Roberto Bravo de la Varga, publicada en 2009 por Acantilado, pese a no ser novedad me parece el contrapunto ideal para las dos propuestas anteriores. En una Europa anquilosada, consumida en sus procesos burocráticos y gestionada por individuos especializados en «pasarse el marrón» (quizá les suene), un marinero norteamericano queda abandonado en el puerto y no tiene otra opción que subir a una nave en la que navega la escoria de la sociedad. Novela de aliento épico, que critica con fiereza un estado de cosas fácilmente trasladable a la actualidad, ofrece humor negro a raudales, no deja títere con cabeza y proporcionará un sano vigor al individuo aún pensante y con capacidad para la ironía.

Tres dosis de lectura, una de tierra y dos de agua, que marcan un recorrido muy recomendable para cualquiera que desee apartarse un poco de la mesa de novedades y concederse un tiempo para observar con otro tipo de lentes que lo que está pasando no es algo nuevo.

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