Brahman como libertad

Heidegger expresó que «el Hombre es un ser temporal y contingente lanzado entre dos nadas». En realidad cualquier fenómeno es temporal y contingente, pero solo el Hombre es consciente de esa insoportable levedad. Ante tal verdad, los griegos consideraron la culminación artística en forma de tragedia, en cuyas representaciones teatrales, los ciudadanos debían identificarse con ese mundo escenificado donde operaban la ineludible fuerza del Destino y la sempiterna voluntad pasional del héroe sujeto a ese poder omnipotente que lo conduce por el gran teatro del mundo. La victoria final de esa temporalidad y contingencia que acaba siempre destruyendo al héroe, conlleva a afirmar que el ser humano –con su inherente afán pasional– es una simple marioneta sujeta a los engranajes del mundo, a una Voluntad ciega como cosa en sí que lo manipula a su antojo, una Voluntad que no persigue ningún fin concreto, sino que simplemente es, más allá del bien y del mal, en un continuo crear y destruir sin meta, como la danza cósmica de Shiva. Pero es precisamente la errónea creencia en un dualismo Hombre/Mundo lo que genera esa tensión desgarradora que propicia desear lo que no se tiene, entendiendo lo no tenido como algo fuera de uno. Para expresarlo como lo hiciera Mainländer en su peculiar cosmogonía: esta Voluntad que todo lo devora no es sino fruto de un Big Bang en el que Brahman –lo Absoluto para los hindúes– se hace jirones en múltiples fenómenos creando una perpetua búsqueda de reunificar las piezas sueltas –fenómenos existentes e individuales– que han perdido su unidad primigenia. La vuelta a esa unidad, al Origen, a Brahman, permite relajar la tensión creadora y destructiva de esa Voluntad.

Pero, ¿cómo lograr esa vuelta al Origen? Para Schopenhauer hay dos caminos: la desinteresada contemplación estética, que conlleva una salvación momentánea de las garras de la Voluntad; y la comprensión de los fundamentos budistas –principalmente–, aquellos que no prometen ultramundos, sino que entienden esa Nada, consecuencia de la muerte de la Voluntad, como libertad, perfecta recomposición de Brahman disgregado.

En la contemplación de las artes el espectador tiene la oportunidad de suspender momentáneamente la tensión generada por la Voluntad. Para acometer este fin –siempre en contra de toda perspectiva utilitarista que buscara sacar provecho del objeto, moldearlo instrumento para un fin puramente temporal y egoísta limitando así su sentido–, la obra de arte debe librarse de todo contenido subjetivo, emocional y sentimental, o como escribió Kant: «Los objetos pueden ser juzgados bellos cuando satisfacen un deseo desinteresado que no implica intereses o necesidades personales, de esta forma los juicios de belleza no son expresiones de las simples preferencias personales sino que son universales» (Crítica del Juicio, I, §6). Por encima de todas las artes, es la música la que logra una mayor proximidad a esa atemporalidad, porque la música «no es en modo alguno como las demás artes, la copia de las ideas, sino la copia de la voluntad misma cuya objetividad son también las ideas: por eso el efecto de la música es mucho más poderoso y penetrante que el de las demás artes: pues estas solo hablan de la sombra, ella del ser». (Schopenhauer. El mundo como voluntad y representación, I, §52)

El segundo camino, la vacuidad y adualidad budista, va más allá, siendo la completa –y no momentánea– liberación de la Voluntad y reintegración perfecta en Brahman. Es la comprensión de esa temporalidad y contingencia que nos ata a todos, y la inexistencia de fenómenos individuales venidos del error dualista Hombre/Mundo –ilusión cósmica o Velo de Maya–, lo que nos encontramos en los fundamentos del budismo. Cuando Buda niega radicalmente la existencia de Dios y anuncia la inutilidad de los ritos védicos –de todos los ritos–, de la metafísica, de los valores –todo ello entendido como construcciones mentales y, por lo tanto, ficciones–, deja un espacio vacío sin sustento; pero precisamente esa vacuidad que despoja de individualidad a todo lo existente, esa Nada, resulta nirvana, es decir: completa libertad, porque nos previene de atarnos a fuentes de apego finitas, mudables, vacuas. La Voluntad –ese afán ciego de crear y destruir– desaparece finalmente mediante el desvanecimiento del velo de Maya, quedando Brahman, de cuya comprensión hayamos el fin del dolor y el sufrimiento. Nada hay a lo que renunciar ni apegarse, porque todo está y es en Brahman.

Esta vuelta al Origen vendría a ser, utilizando las palabras de Raimon Panikkar, como «la inmersión de una gota de agua en el inmenso océano; la gota desaparece, pero no el agua de la gota, que se reintegra en lo infinito».

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