Dejarse naufragar

Por Gonzalo Muñoz Barallobre.

Dicen que en la siguiente anécdota está el nacimiento de la Filosofía:

Iba Tales observando las estrellas, reflexionando sobre su sentido y su rumbo, cuando, por mirar al cielo en lugar de donde pisaba, cayó en un gran agujero. De la caída dio cuenta una esclava Tracia que no podía dejar de reírse ante lo que había pasado.

Tales era uno de los siete sabios de Grecia y lo era, entre otros motivos, por haber predicho un eclipse, su llegada y su duración. Cuando sus conciudadanos se enteraron de lo de su caída comenzaron a dudar de la actividad que decía cultivar, la Filosofía. ¿Cómo podía servir a la ciudad un conocimiento que hacía olvidar lo más elemental: mirar por donde se pisa? No tardaría Tales en recibir la noticia de que el pueblo Griego ya no le consideraba útil. La notificación le llenó de indignación y elaboró una pequeña venganza-lección. Siguiendo los signos que traían el viento, la lluvia, la tierra y el cielo, predijo una gran cosecha de aceitunas. Pero esta vez no se lo dijo a nadie, se limitó a comprar el derecho de uso de todos los molinos para esa temporada. Llegado el momento de la recogida nadie recordaba una cosecha tan abundante. Pero la alegría de los conciudadanos de Tales se cortó de manera brusca al enterarse de que el derecho de uso de todos los molinos de la zona pertenecía al filósofo que un día llamaron inútil. De estos acontecimientos, Tales, salió enriquecido y recuperó el respeto que se le había retirado.

No es casualidad que esta anécdota dé cuenta del nacimiento de la Filosofía. Y es que su práctica suele traer consigo una condena social: “Lo que haces es inútil”. Condena que entrega una soledad que debe ser encajada. Y es que el camino del filósofo es solitario. Dirá Heidegger “con ella no podemos hacer nada, pero ella pueda hacer mucho por nosotros”.

El encuentro con uno mismo es el encuentro con los demás. Quienes no emprenden esta tarea son incapaces de entender el ejercicio filosófico. Y es que están existencialmente mutilados. Son completamente insensibles a él. Hacer filosofía es sentirse solo. Quiénes elijan su camino deben tenerlo en cuenta. Ser sinceros. Confesarse el nivel de soledad que son capaces de soportar. Y es que no valdrán simulacros. El naufragio será radical y en mitad de ese océano no habrá absolución.

Sé mucho de la soledad de la que hablo. Pronto aprendí el precio de este oficio. El precio a pagar y la certeza de que, estuviera donde estuviera, el tiempo me traería la factura exigiéndome el pago. Debo confesar que antes me inquietaba más mi estado. Ahora, entiendo su causa y la admito. Para llegar a este punto he tenido que aprender mucho de mí y mucho de las miserias de los demás. Y es que el filósofo es un peregrino de esas zonas suburbiales.

«Filosofía: el arte de crear un camino hacia la nada que somos». Hay tantas definiciones como estados anímicos. Lo múltiple reina por estas lindes y hay que dejarse fecundar. “dejarse” sin duda en este concepto está una de las grandes claves. Dejarnos, dentro del naufragio que es hacer filosofía, naufragar. Y es que la filosofía es un ejercicio de aguante. Un boxeo existencial en el que, sin perder pié, hay que mezclar creatividad con resistencia.

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