Profesionales

Por Recaredo Veredas. Siempre respeté la narrativa de Eduardo Mendoza. La verdad sobre el caso Savolta fue una de las primeras novelas adultas que leí en mi vida, en aquella cama plegable del dormitorio familiar, acompañado aún por Carlitos, mi conejo de trapo. De hecho, Mendoza fue uno de los escritores que más me divirtieron durante mi insana juventud: el vigor narrativo de La ciudad de los prodigios alivió sucesivos suspensos en Derecho Romano, Pomponio Flato me ayudó a sobrellevar un brote de aerofobia y El laberinto de las aceitunas me acompañó durante un agotador viaje en coche por Francia. Sin embargo, su laureada Riña de gatos me causa una infinita pereza. No es un hecho excepcional: lo mismo me ha ocurrido con todos sus predecesores en el premio Planeta, se llamen Mario Vargas Llosa, Mari Pau Janer o Álvaro Pombo. Por otro lado, nada tengo en su contra del espectáculo que cada año organizan el Sr. Lara y los suyos. Al contrario, respeto sus méritos sociales: para miles de lectores es la única compra del año y su despliegue presupuestario aporta liquidez al enclenque negocio de impresores, libreros y distribuidores, tan golpeados por la crisis y la digitalización.

Tal vez la somnolencia provenga de la “evidencia de la domesticación”.  No soy un ingenuo: sé que la domesticación es inherente a la vida en sociedad. Sin embargo, algo dentro de mí, de lo que no puedo desprenderme por más que luche, afirma que los ganadores del Planeta cruzan una línea sin regreso. Más allá solo quedan tertulias radiofónicas y la pelea por mantener la cuantía del adelanto. El talento desaparece como huye la vida de los bosques quemados.

No critico a los escritores que deciden aceptar el encargo. Cualquiera atravesaría la frontera armado de miles de pretextos, incluso si hubiera dedicado su vida a fustigar el galardón. Recibir tamaña cifra –seiscientos mil euros- por un par de cientos de folios es un privilegio al alcance de un porcentaje insignificante de la población mundial. Rechazar tal suerte, aunque se corra el riesgo de no volver a escribir nada de verdadero interés, sería una excentricidad pecaminosa. Al principio del párrafo he escrito encargo porque siempre me ha parecido obvio que lo es. Tanto como la inexistencia de los gambusinos o de Rudolph, el ciervo-gerente de Papá Noel (de hecho, confío más en la cornamenta de Rudolph que en la equidad del Planeta).

Que constate la evidencia del espectáculo no implica una llamada al cambio. Al contrario: cualquier afán purificador –como el pretendido por Gustavo Nielsen en Argentina- solo traería el desastre. Juguemos a la distopía e imaginemos que un jurado de impecable limpieza otorgara el Planeta a un escritor que posea conciencia literaria, éxito crítico y notable prosa, estabilizado desde hace décadas en los dos mil ejemplares y los quinientos lectores. Un narrador acostumbrado a figurar en quinto o sexto lugar en las listas de los mejores libros del año, cuyas obras se regalan sabiendo que serán aceptados con una sonrisa y nunca leídas. O, mejor dicho, nunca terminadas. Es decir, imaginemos que el jurado se guiara solo por criterios literarios, que suelen primar al estilo sobre el ritmo y a los personajes sobre las peripecias. El primer año las ventas descenderían a la mitad y el segundo año, cuando el jurado insistiera en la pulcritud y el vencedor fuera una joven promesa de la literatura porteña, se desplomarían hasta la quinta parte. Tal vez a cuatro gatos nos fascinara la sonrisa de Pola en el atril pero los habituales del premio dejarían de comprarlo, heridos ante el abandono de su único vínculo con la literatura, decenas de librerías se convertirían en chinos y cientos de honrados impresores engrosarían la cola del INEM. Un desastre absoluto, sin paliativos, que solo podemos evitar si los cocineros siguen siendo los mismos de siempre, esos que saben cuándo conviene cenar un kebab y cuando una lubina a la sal (de piscifactoría, pero lubina). Algunos asuntos deben quedar siempre en manos de profesionales.

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