El único idioma

El único idioma.

Por Carlos Frühbeck.

El problema es cuando la realidad también es un idioma. Cuando la ciudad de diciembre es un idioma perfecto donde todos los objetos tienen su función y no hay nada fuera de sitio. La tragedia tiene lugar cuando todo tiene un sentido preciso y sólo hay una interpretación posible. Todo: la cabeza de una estatua gótica en una esquina que huele a meada, un asiento de coche en un descampado, una niña que finge que está ciega en un bar lleno de gente y alarga las manos y sigue a tientas una pared. Y tu hijo que juega dentro de un cráneo de hombre prehistórico de tamaño gigante que han montado junto a una parada de autobús. Y tú te dices que cómo es posible que veas todo tan claro, que lo comprendas todo, que ésta es la desesperación geométrica de un mundo que se acaba, que ya es ajeno, que te sientes como uno de esos exploradores de película que entran en un templo construido por manos no humanas dentro del cráter un volcán  y con ojos expertos reconocen todas las trampas: las baldosas falsas que abren fosos llenos de estacas y los engranajes de piedra que harán que los ojos de las estatuas disparen dardos envenenados pero tú puedes leerlo todo, entenderlo todo y llegarás hasta las mismas entrañas del templo y, aunque no lo quieras, tú serás la causa de su hundimiento porque así lo manda el guion, porque el horario de las líneas de autobús tiene un sentido profundo y también las mujeres delgadísimas que entran con sus botas de hípica en pretenciosas tiendas de diseño y los paseos de árboles injertados donde los viejos esperan a nadie mirando al vacío y los locales cerrados porque están llenos de sombras familiares y el recuerdo de los letreros luminosos rotos a pedradas y se dice el explorador que conseguirá escapar de la selva enloquecida que protege al silencio del templo pero que todo acabará por hundirse. La tierra temblará y el volcán se tragará el equilibrio de las ruinas porque una mirada ha destruido el equilibrio, porque ha conseguido entender el equilibrio, las palabras que están en equilibrio en su oscuridad y las ciudades se caen de sus alambres cuando las puedes entender porque todo tiene un sentido preciso y ya no queda nada que se desvíe de la norma. Ya no eres niño, ya no estás tumbado sobre un campo de baloncesto asfaltado y miras al cielo despejado y te invade una profunda angustia y eso era el asombro, eso era algo imprevisible, que no podía formar parte de ningún tratado gramatical y ahora piensas en personas que en ya no están, que han muerto y las ciudades tienen sentido y ahora todas las piezas del rompecabezas encajan.

Por las noches me siento en un despacho que no es mío y aparto libros que no he leído nunca y sobre el papel cuadriculado de una libreta que no es mía, entre notas escritas con una letra que no es la mía, escribo que también los cuervos son ciudades, también idioma que se acuna por dar un orden al dolor que borbotea en el estómago. Sabes que dios hizo a los pájaros mezclando espuma con ceniza para dejar al hombre ciego cuando es mejor que se retire porque es agreste respirar y todos bajan la mirada. Y por una vez siento que estoy escribiendo algo en el momento justo, que todos los enunciados lingüísticos son previsibles, que toda vida responde a patrones previsibles y que hay quien pide silencio y que esta ciudad se consuma en mis ojos porque ya no me pertenece. Dentro de mí, el viento se detiene. Sí, las leyes se vuelven diáfanas cuando todo está a punto de hundirse.  Abajo está pasando el camión de la basura y la lentitud de su sirena en medio de una calle vacía me habla de algo terrible y me deslumbra. Sí, me doy cuenta de que mi destino es escapar por corredores viejísimos que se derrumban después de haber dejado atrás el tesoro a cuya búsqueda había consagrado toda mi vida, que la ciudad me estaba esperando para que escribiera un mal poema que habla de cuervos y de gramática y todo tiene un sentido preciso y me encuentro delante de mi hijo que me dice papá qué haces aquí con todas las luces encendidas, yo tampoco puedo dormir, podemos jugar a algo y yo me pregunto que si los ojos de mi hijo alguna vez me pertenecieron y si yo mismo desearía encontrar con los ojos de mi hijo a alguien sentado en este despacho de madrugada entre libros que nunca ha leído, entre objetos que no le pertenecen, y me pregunto que cuánto quedará para que amanezca sobre una mesa que no es la mía y mi hijo me dice que si será posible que nieve este año, que tú me has dicho que aquí nieva siempre, que tú me has jurado que aquí nieva siempre, que le encantaría que nevara.

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