La distancia

Por Ignacio González Barbero.

La distancia, concepto muy importante en un mundo cada vez más determinado por las telecomunicaciones, es entendida convencionalmente como el espacio de lugar o tiempo que media entre dos cosas o sucesos. Esta es su dimensión física, que es tratada por un amplio abanico de ciencias, pero también posee una dimensión emocional, es decir, en tanto que expone lo lejos o cerca que un ser humano se siente de otro. Todos, alguna vez, hemos percibido a alguien muy alejado espacialmente como un ser cercano a nosotros y, por otro lado, podemos vivir como distante a una persona que está a nuestro lado. Va más allá este afecto, por tanto, de lo meramente físico; lo contiene, pero no es determinado por él.

Nuestra existencia se construye en función de las relaciones con los demás y de los «lugares emocionales» que les concedemos en nuestro mapa sentimental. El análisis de tres momentos de la vida humana puede resultar esclarecedor para entender aquéllos:

El nacimiento. Supone el origen del sentimiento de distancia en el ser humano. El bebé, tras ser parte de otro, completamente unido a él, se independiza y comienza a vivir  por sí mismo, a pesar de seguir dependiendo en gran medida de sus padres. El recién nacido necesita del contacto paterno para sobrevivir, a saber: parte de un punto externo para encontrarse de nuevo con sus progenitores. Sin embargo, hay un aislamiento progresivo de los demás tras el primer momento fuera del útero materno. Con el crecimiento, esta distancia se irá agravando irremediablemente.

El amor. Está marcado por la pérdida casi total de esa sensación de  distancia con otro, que hemos desarrollado desde nuestra venida al mundo. El amado es un alter ego que acompaña en la vida. El espacio físico dado entre los dos miembros de la relación, que puede ser realmente grande, es anulado por la sensación de intimidad experimentada. La distancia es reducida a su mínima expresión. Esto lo muestran con suma claridad las expresiones verbales y corporales de los amantes: se abrazan como si el cuerpo fuera una frontera superable, se besan como si no hubieran labios ajenos y declaran su afecto con la consciencia de que las palabras no lo abarcan. No se produce la unión plena de los dos amantes, cosa materialmente imposible, pero sienten al otro más cercano que la propia piel.

La muerte. Cuando se trata de un ser querido,  se produce la apertura de una distancia abismal en lo físico, ya que el ser que andaba conmigo ya no es. Su memoria y sus recuerdos perviven, mas es muy díficil mantenerlos con el tiempo, porque la vida se experimenta hacia adelante, y no entiende de paradas. Lo importante, más allá de lo anterior, es el grado de  amor que ha ejercido esa persona sobre nuestra existencia, el cual cambia la manera en que vivimos el mundo, aunque no seamos conscientes de ello. Si ha sido muy intenso, por mucho que olvidemos su rostro, su tono de voz o su forma de andar, ese ser humano ya forma parte de nosotros. Lo llevamos dentro y, por tanto, no hay distancia sentimental ninguna.

La descripción y análisis de estos tres casos nos lleva a la conclusión de que el intervalo físico entre los seres humanos no expone nuestra separación real. Es el afecto quien, realmente,  construye y determina la distancia que nos separa. Considerar esta afirmación implica mirar con otros ojos a los demás, estén tocando nuestra piel o sufriendo a cientos de kilométros.

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