El ángel y el pragmatismo: el esprit de los hermanos James

Por Óscar Sánchez.

Aún si el amor propio cultural europeo se ve resentido por ello, es de obligatoria cortesía -y de eso va la cosa- reconocer un hecho incontrovertible: la lechuza de la filosofía ha visitado el país de las barras y estrellas en más de una señalada ocasión. Fue vista por allí inicialmente allá por la primera mitad del s. XIX, cuando (según refiere Borges, haciendo alusión a El florecimiento de la nueva Inglaterra, de Van Wyck Brooks) tuvo lugar “un hecho extraordinario que solo la astronomía podría explicar”. Se trata, en efecto, de la formidable eclosión de genio que, con el carácter de un nuevo renacimiento anglosajón (siempre según Brooks) se gestó en un pequeño espacio de Norteamérica. Entre los grandes talentos que nacieron bajo esa propicia conjunción de astros se cuenta señaladamente una celebre pareja de hermanos, los James, aunque no me refiero a los legendarios cuatreros del salvaje oeste. Hablo de William y Henry jr., par dispar cuyo exquisita escritura y pensamiento siempre es recomendable, aunque infrecuente, seguramente porque el refinado sentido moral de su escritura nos resulta hoy algo anticuado. Parece que siempre preferimos la enfermedad terminal del espíritu de  Kafka o Joyce

La carrera anímica de los hermanos James hacia el genio comienza en Suecia 50 años antes, con la aparición de la inmensa obra de Emmanuel Swedenborg, aquel “lunático razonable”, al que otro Emmanuel egregio propinó un contundente e inmerecido varapalo a fines del s. XVIII. Bajo el influjo familiar del patafísico Swedenborg y también del gran C.S. Pierce, el filosofo “más original y versátil que los americanos han ofrecido al mundo hasta ahora” según la Enciclopedia Británica, William James desarrolló la doctrina filosófica del pragmatismo o empirismo radical, cuyas huellas pueden encontrarse aún en muchos pensadores norteamericanos del presente. Precisamente, antes de su adopción del pragmatismo, más concretamente en las derivaciones científicas previas concernientes a la teoría del “yo” individual, es donde se enmarca la contribución más popular de William a la psicología y narrativa modernas. Todos conocemos la llamada “técnica del monólogo interior”, que no es más que la conversión de una máxima de su hermanísimo Henry (en un relato en primera persona, el narrador es a la vez sujeto y  objeto de la narración) en la mística del flujo psíquico semiconsciente y en novedosa maniera literaria.

En la foto superior, de autor desconocido, Henry –a quien de niño su familia llamaba “el ángel”- y William aparecen juntos en una inusual imagen de familia. Si hablamos de la “educación sentimental” de los hermanos James, no podemos pasar por alto la autoridad que las sensatas chifladuras de Swedenborg pudieran haber ejercido sobre ellos a través de la férula de un padre tan persuasivo y dominante. ¿En qué consistiría aquella relación indirecta entre un teólogo sueco y dieciochesco y dos acomodados hijos de la joven y puritana Norteamérica decimonónica? Veamos.

A fin de mostrar los posibles (e inesperados) efectos positivos de una pedagogía que combina la mera racionalidad político-tecnológica de la Ilustración al uso y el modelo de espiritualidad trasnochado y aparentemente visionario de aquel popular adversario de Kant. Emerson, maestro de William, sentenció que “es mejor una mosca real que un ángel hipotético”, y parece que todos deberíamos estar de acuerdo con tan juiciosa elección, pero… ¿Y si no es así?

Escribió Henry James una vez: “La experiencia del hombre ni es limitada ni completa… se trata más bien del desarrollo de nuestra sensibilidad que, como una gran tela de araña, recubre todos los intersticios de nuestra mente… y en ella quedan atrapados todos y cada uno de los incidentes que constituyen nuestra vida… sólo nuestra sensibilidad será capaz de extraer de ellas su significado”. Se ha apuntado a menudo, para ensalzamiento de ambos, que en la laureada pareja de hermanos James, a Henry le corresponde el puesto de filósofo y a William el de escritor. Es solo un tópico, claro, que tiene su razón de ser en la sutileza de los razonamientos aplicados a la investigación del alma humana de Henry y al buen hacer artístico de William como expositor de su propia filosofía. Existe, de hecho, una profunda similitud estilística entre ambos: el “estilo” hace antes referencia a un fondo común de convicciones estéticas y morales que a una determinada manera de ser y expresarse en la vida, ya sea mundana o intelectual. William defendía la pluralidad de los credos en materia de religión a condición de que se profesase la fe de una tradición. Lo hacía por convicción personal, y nunca por razón de la imposición o el prestigio de sus instituciones o representantes seculares. En las novelas de Henry, en cambio, la religión casi no forma parte de la vida de sus personajes; ni siquiera la muerte les merece una consideración especial, y aún menos de naturaleza luctuosa, salvo en lo que toca a la semilla social de sus causas o al modo en que su paso modifica las vidas del resto de personajes restantes (no olvidemos que uno de los nombres que los musulmanes daban a la muerte era el muy jamesiano de “La Separadora”). No obstante, fue en la religiosidad de su padre donde ambos aprendieron los valores de lo invisible y de la swedenborgiana comunidad de los espíritus: el cultivo de la inteligencia como órgano del trato interpersonal, de la sensibilidad como moral del perfeccionamiento personal, del entendimiento entre los hombres y los grupos como base de la prosperidad social, y un rico etcétera. Valores que, si bien son plenamente ilustrados, no coinciden estrictamente con los promulgados por Kant con posterioridad a la obra del sueco, a quien, por cierto, él mismo adoraba en su solitaria juventud.

William y Henry James tenían una idea civilizadora del individuo y la sociedad; Kant una especie de concepción cívica de los mismos. Si se ira bien, se trata de dos cosas bien diferentes. Mientras que el civismo, siempre detrás del fantasioso Rousseau, presupone el estado de naturaleza como sustrato del hombre y, por tanto, su obligatoria domesticación (la “sociable insociabilidad” del animal humano, pace Kant), la civililidad, presupone como dato básico el estado de cultura y, trabajando sobre él, la urbanidad, la comprensión y la gentileza como perfectibilidad y refinamiento infinito del espíritu humano. Dos maneras muy distintas, en fin, de enfocar la misión de la educación y el sentido de virtud que reproducen el punto de vista de la mosca real y del ángel posible, respectivamente.

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