La narrativa pony

Por Recaredo Veredas.

 

Todo niño ha deseado, en algún momento de su feliz o desgraciada infancia, que sus padres, o un tío rico venido de América, le compraran un pony. Sí, un pony, uno de esos équidos enanos de largas crines. Pocos lo han conseguido y, quienes lo lograron, a buen seguro terminaron hartos de tanta visita al picadero o llorando desesperados cuando un amanecer helado, el pony, poseído por esa extraña vejez propia de los niños infinitos, dejó de respirar.

 

El irremediable desamparo que todo niño sufre con su pony, sea por su ausencia o por su muerte, es utilizado en el argot del guión* cinematográfico para definir aquellos traumas no resueltos que marcan la vida de los personajes y, en consecuencia, definen sus acciones futuras. Norman Bates, el protagonista de Psicosis, es un ejemplo extremo de protagonista infectado por un pony**. Por supuesto, no todos somos tan sensibles, ni gestionamos nuestros ponys con tanta acritud. Muchos niegan el trote de sus caballos enanos o se resignan a su perseverancia y se comportan como tarados durante toda su vida, otros empleamos décadas en liberarnos de ellos, sea mediante sesiones de terapia, carreras por el parque, galones de whisky o sexo compulsivo.  Los más inteligentes los rentabilizan. Porque los ponys , como todo en nuestro siglo, también son reciclables y gestionables. Que tu padre se haya reventado la cabeza delante de ti puede arrojarte por el Viaducto o regalarte un activo tan valioso como una villa en Saint Tropez.

 

 

Los grandes escritores son expertos en vivir de sus ponys. De hecho, una parte considerable de la literatura occidental expone las consecuencias de los traumas infantiles. ¿Por qué Heatcliff, el antihéroe de las Bronte, es tan misántropo? ¿Porqué Fausto no se conforma con lo que tiene y decide vender su alma al maligno? Por sus ponys , que les incapacitaron para una vida normal y decente. Lo de Hamlet, Edipo, Antígona y demás  clásicos de la tragedia resulta tan obvio que me avergüenza mencionarlo. El pony, por lo tanto, es uno de los pilares de la civilización occidental***.

 

El éxito o el fracaso de un proyecto de narrativa pony depende de, entre otros, tres factores: la capacidad de distancia sobre su propio pony que posea el autor, su nivel de exhibicionismo –denominado coraje por muchos- y su técnica literaria. Un notable ejemplo es el que nos ofrece el excelente escritor norteamericano David Vann. Su padre se suicidó cuando tenía 13 años, creando en la conciencia del desdichado preadolescente un pony de las dimensiones del Caballo de Troya. Un pony rugiente, hiperfálico, capaz de atravesar a galope los verdes horizontes de Escocia. Como buen estadounidense que es, Vann sabe –sin que nadie se lo explique, está grabado en su ADN- que tras  toda desgracia se esconde una oportunidad y redimió sus horrores en esa pequeña joya de la narrativa pony/suicida que es Sukkwan Island.

 

No entiendo por qué las numerosísimas escuelas de escritura creativa no ofertan cursos de narrativa pony. Las clases serían impartidas por un terapeuta y un escritor y unirían el psicodrama a lo alcohólicos anónimos y el mayor rigor narratológico. Harían ver a los alumnos que los ponys forman parte de nuestro patrimonio, que podemos aprovecharlos o dejar que se llenen de polvo y de facturas impagadas. Tal vez en un futuro exista un mercado de ponys, como existe el mercado del oro, del trigo o de las emisiones de CO2 y el agraciado por décadas de palizas pueda traspasar su trauma a un felicísimo aspirante a creador, que no tenga dolor alguno que exprimir.

 

*Conocí el término gracias a un espléndido cortometraje de David Planells, en el que tres amigas debatían sobre el concepto de pony y su relación con su propios traumas.

**El pony, materializado en la momia de su madre maneja a Norman como a un zombie, tal y como demuestra la mítica escena de la ducha.

***Así, aunque sin mencionar a los équidos, lo afirmó el gran Sigmund.

 

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