El hombre ama apasionadamente el sufrimiento

 
 

Por Gonzalo Muñoz Barallobre.

 

Zapiski iz podpolja (1864). En castellano: Memorias del subsuelo. Primera parte. Una voz en primera persona. Alguien se abre en canal para explicarse. ¿Explicarse se puede entender como justificarse? En esta ocasión, de ninguna manera. El dueño de la voz sólo quiere recordar, y recordar es hacer hablar a nuestro gemelo. Esa sombra de nosotros mismos que habita en nuestro subsuelo. Una confesión impúdica, pura y brutal.

 

Pero su recuerdo es más que el recuerdo de un solo hombre, en él hay algo que salpica a toda la Humanidad, una verdad desagradable en la que todos, si somos honestos, podemos encontrar nuestro rostro. Y así, un análisis privado se convierte en un retrato común. En una foto de familia.

 

A través de un hombre se explican todos. Dos partes. Dos caras de la luna. Los polos de una tensión en la que toda vida, toda biografía, emerge de una manera trágica. Pero no retrasemos más la pregunta: ¿cuáles son esas dos mitades hermanas y antagónicas? La respuesta es casi el estribillo de una canción popular: la razón y el deseo. Y cada una ofrece su consejo al hombre y éste, desde su caricatura de libertad, deberá elegir qué hacer. La razón, lo invita a obrar según la lógica del interés, del bien propio, de la utilidad. Pero esa invitación parece seca y fea, alienante, y seguirla, según la voz de esta primera parte de Memorias del subsuelo, sería caer en lo igual y esa caída nos volvería una criatura predecible, reducible a leyes, y la acción humana en nada se distinguiría de la caída de un grave, de la órbita de Venus o de la traslación de la Tierra. En definitiva: se podría hacer una moral matemática o mejor una matemática de la moral. Y bajo esa óptica, esa gravedad, todo entre nosotros se volvería átono, plano y terriblemente horizontal.

 

Pero el hombre desea ser único y esta locura sólo se conquista a través del deseo. Y aunque estamos avisados de sus consecuencias, deseamos desear y dejar que ese deseo nos arroje contra el mundo. Sí, el deseo por el deseo. Pero, ¿no puede haber un deseo racional? Preguntaría un aristotélico o un tomista. Y nosotros podemos responder a través de Hume: “La razón es y sólo puede ser esclava de las pasiones”. Pero Dostoievski no cree al filósofo escocés. Para él no hay ni deseo racional ni una razón que se arrodille ante el deseo. No, en su voz prima la lógica kierkegaardiana: o lo uno o lo otro. No hay posibilidad de acuerdo. Son contrarios y como tal deben ser entendidos y, aquí va lo importante, vividos. Así que rompamos la quimera de una posible comunión.

 

Pero, ¿cuáles son los frutos del deseo? Dostoievski será muy tajante: el sufrimiento. Y a la vez que laza esta máxima budista, lanza otra antihedonista: “¿Por qué estáis tan firme y solemnemente convencidos de que sólo lo normal y lo positivo, o sea sólo el bienestar sea ventajoso para el hombre? ¿No es posible que la razón induzca a error en relación con esas ventajas? ¿No podría suceder que al hombre no le guste sólo estar bien? ¿Qué le guste por lo menos tanto el sufrimiento? ¿Que el estar mal le suponga tanta ventaja como el estar bien? ¡Es un hecho que el hombre tal vez ama terriblemente, apasionadamente el sufrimiento! En este caso no hay ni siquiera que consultar la historia universal; basta con que os preguntéis a vosotros mismos, si sois hombres, por poco que hayáis vivido”. Pero la cosa no queda aquí y este ruso sube la apuesta: “El sufrimiento es, efectivamente, el único motivo de la conciencia”. ¿Qué quiere decir con esta afirmación? Pues quiere decir que la grandeza del hombre, la conciencia, de la que por cierto depende la razón, es, y sólo puede ser, fruto de lo que el deseo entrega: del sufrimiento.

 

Recapitulemos. En el hombre encontramos dos principios de acción: razón y deseo. A través del primero alcanzamos nuestro bien. Pero esta conquista tiene un precio: la homogeneidad. Todos iguales. Predecibles. Insoportablemente monótonos. Por el contrario, escuchar a nuestro deseo es hacernos únicos, inclasificables y libres de todo igualdad. Pero el deseo, elegirlo como motor vital, nos entrega al sufrimiento. Y es en este punto donde Dostoievski lanza una afirmación realmente paradójica: al hombre le gusta sufrir. Y es que a través del sufrimiento la vida se intensifica. Bajo su gravedad el tiempo se ralentiza y lo real se dilata. Así, el mundo deja de ser una acuarela y pasa a ser un óleo. Pero aún queda otro secreto por revelar: la conciencia, ese diamante de luz, emerge del juego de las fuerzas, de la red de intensidades que el sufrimiento impone. Y así, la afirmación que antes parecía paradójica ahora cobra otro sentido: el hombre busca el sufrimiento porque a través de él afirma su esencia, es decir, dice sí a lo que propiamente es.

 

Bajo nuestros pies, y con unos simples movimientos de muñeca, este hombre ha hecho que se abra un abismo aterrador. Y la pregunta es obligada: ¿qué podemos hacer? Pero que nadie busque la respuesta en este libro. La herida queda abierta y nos tocará, si es que podemos, darnos a nosotros mismo la respuesta.

 
 

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