Robert Walser
Hablar de Robert Walser (1878-25 de diciembre 1956) es recorrer un camino de manera tranquila y sosegada. Nada tiene que ver con los malditos, con la belleza de lo horrible o con las oscuridades y abismos compartidos desde una cuna literaria común. No hay atisbo de rencor en sus palabras. No hay demonios que hagan de su pasión un fuego imposible de contener. No hay una ciudad en ruinas a la que odiar cuando uno se marcha de ella.
Sin embargo es locura, desaparición. Y un rastro de pasos en la nieve.
Su historia no es muy diferente de la de cualquier escritor. Trabajó en múltiples oficios (compañía de seguros, contable, botones, criado) y lo que consiguió publicar no le supuso ningún beneficio económico. Nunca se sintió cómodo en los círculos literarios de la época, ni en una misma ciudad, ni en un mismo trabajo. Desde el inicio de su vida adulta comenzó la necesidad del traslado, del nomadismo hacia la invisibilidad. Esto último es justamente lo que le hace diferente a los escritores de cualquier época. Mientras los demás buscaban reconocimiento, Walser solo quería desaparecer.
Podría pensarse (erróneamente) que se trata de miedo al fracaso, pero si eso fuera así no hubiese continuado escribiendo. Era más bien una liberación de la dictadura del deseo: “Los deseos esclavizan, y la falta de deseo es muy buena consejera”, dice Walser, y no le falta razón cuando sus necesidades se limitan a no buscar más allá de lo que está al alcance de nuestras manos, de nuestros pasos y de nuestros ojos.
Sus personajes son en sí mismos la estructura, el cuerpo y el argumento de sus novelas. Vida de poeta, El paseo, Los hermanos Tanner o Jacob Von Gunten, son novelas en los que el protagonista tiene como impulso vital el abandonarse a una simplicidad natural. Nada debe detener nuestro camino cuando comenzamos el paseo; la pausa, el detenimiento y la observación deben hacerse desde una posición privilegiada de anonimato, un anonimato casi voyeurístico que nos aleje de la participación en los acontecimientos.
Nada parece medrar la luz que desprende la prosa de Walser, sólo a través de una ironía construida de manera minuciosa se puede apreciar que, en todo momento es consciente de los errores que le rodean y que ha cometido, y sin embargo, se deja seducir por ellos, los acepta como una pieza más hacia el minimalismo y la independencia.
No es ingenuidad, en realidad es coraza. En un mundo en el que la hostilidad nos hace empuñar las mismas armas que causaron nuestras heridas, Walser decide protegerse en la belleza de lo cercano. Su armadura se construye de un paseo sin fin, sin interrupción, a través de una prosa que, aunque a veces tiene cierta tendencia al barroquismo de la época, en ningún momento llega a ser complicada para el lector. Los detalles son cuidados en esa imaginería literaria que es su obra con un cariño especial, ya que en todo momento es el mundo privado del autor, quizá distorsionado, quizá onírico, pero siempre exacto.
Sobre 1920 la escritura de Walser se transforma de manera brutal, no en contenido, si no en forma. Su aislamiento social le lleva al abandono por completo de la pluma como herramienta para escribir (“preso de una espantosa aversión a la pluma”), comenzando a utilizar el lápiz con el que escribirá sobre recortes de prensa, libros, revistas, papel ya usado y cualquier medio impreso que nada tenga que ver con la hoja en blanco. Casi parece que en su afán por desaparecer, quiere que su escritura se confunda, se oculte, con lo que ya está escrito por otros. Para ello recorta el papel en pequeños trozos rectangulares en los que todo lo que escribe está cifrado y escrito con una letra minúscula. Es el comienzo de su producción de Microgramas.
En 1929, tras una etapa en la que Walser bebe en exceso y en la que muestra síntomas de una enfermedad mental hereditaria, su hermana Lisa le convence para que ingrese de manera voluntaria en el Hospicio de Waldau. Este solo sería el comienzo de un Walser replegado aún más en sí mismo. Ya en 1933 ingresa en el Sanatorio Appen Zell-Aussehoden de Herisao en calidad de enfermo mental.
Walser sigue paseando aunque ya no escribe. En 1937 su hermana rescata de una caja de zapatos todos los textos escritos a lápiz (Microgramas), que cede a Carl Seelig, amigo y más adelante tutor de Walser.
El día de Navidad de 1956 Walser sale a pasear como cada mañana. Un rastro de huellas casi borradas conducen a su cuerpo semi enterrado por la nieve, desapareciendo ante nuestros ojos, casi invisible.
BIBLIOGRAFÍA.
-Escrito a lápiz: MICROGRAMAS I (1924-1925)(EDICIONES SIRUELA, S.A., 2005)