Las buenas decisiones

Por Recaredo Veredas.

 

Con periodicidad quincenal publicaremos nuestra opinión sobre un aspecto del arte literario. En esta nueva sección Culturamas compartirá los secretos de la narrativa con todo aquel que quiera leerla. Creemos en la democratización del conocimiento.

 

Un 97,2% de los habitantes de España sabe leer y escribir. Como ocurre en casi todas las estadísticas, el porcentaje debe ser matizado. La mayoría solo junta letras y construye frases de cuatro palabras sin asomo de subordinadas. Una minoría tal vez intuya los secretos de la escritura técnica o periodística. Apenas un porcentaje residual conoce los misterios de la escritura narrativa. Es decir, sabe cómo escribir un relato o una novela. Así ocurre porque a una inmensa mayoría no le interesa lo suficiente, no porque la escritura literaria posea una complejidad cabalística. La dificultad del saber narrativo ni siquiera es comparable al de una formación profesional de primer ciclo. Cualquiera mínimamente leído y dispuesto puede acceder a sus normas. Eso no implica que cualquiera sea capaz de escribir una buena novela. Tal logro depende también de si el autor tiene o no algo interesante que contar, sea en el ámbito de las peripecias o sobre los recovecos del corazón humano (suena cursi, pero así es). Es decir, algo que interese a una masa significativa de lectores ajenos a su círculo más próximo –ya sean 100 o 100.000, la significación es subjetiva-.

 

Gran parte de la población piensa, sin asomo de duda, que para escribir una buena novela es suficiente contar con una “buena historia”. Es decir, que basta con una sucesión de peripecias supuestamente sorprendentes. El resto, creen, es una labor artesana, que se limita a poner una letra después de la otra. En consecuencia, cualquier aficionado a la escritura narrativa ha escuchado el sermón de amigos y familiares que pretenden solucionarle la vida con la más rocambolesca de las aventuras (Te voy a contar una historia buenísima, parece una novela…). Ignoran que la más sorprendente, la más llena de peripecias de las historietas puede causar el peor de los libros. Si no fuera así cualquiera podría dedicarse a esto. Y, como ya hemos visto, cualquiera puede aprender las reglas, pero no cualquiera puede utilizarlas.

 

Lo dicho no implica negar que haya historias con mayor o menor potencialidad para convertirse en grandes novelas. Sin duda existen. Pero la mejor, la más sorprendente, aquella que incluso incluya personajes matizados precisa de algo tan importante como es un escritor que conozca su oficio y, además, sepa concederle el aliento vital que la obra precisa. En la consecución de ese éxito –extraño, porque escritores verdaderos hay muy pocos- interfieren distintos factores, tanto de fondo como de forma. De fondo porque implican la capacidad del autor para mirar más allá, para saber qué es y qué no es interesante, para conseguir, al mismo tiempo, personajes empáticos y sorprendentes. Es decir, para que los sentimientos de sus protagonistas puedan ser comprendidos y “sentidos” por sus lectores. De forma porque precisan un autor que domine el ritmo y la tensión narrativa, que sea capaz de demorar el tiempo cuando la bomba está a punto de estallar y de agilizarlo en los preparativos.

 

Un escritor, por lo tanto, es un creador que debe tomar decisiones. Decisiones que incluyen desde el punto de vista que adopta al narrador al estilo, la estructura temporal o, más importante, los matices de su protagonista. Las respuestas no deben apoyarse en el aire. Conviene que el creador posea fundamentos que le permitan adoptarlas con solvencia. Estos fundamentos son imprescindibles tanto para la más clásica y decimonónica de las narraciones como para la más postmoderna y vanguardista de las novelas. Porque, al menos en narrativa, para prescindir hay que conocer. De todo eso, y mucho más, hablaremos en las próximas entregas.

 

 

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