Getafe negro y Nevermore!

Por José Vaccaro Ruiz

 

Dentro del festival de novela policíaca de Madrid, Getafe negro, el día 22 de octubre, tuvo lugar una mesa  redonda sobre la corrupción actual. ¡Vaya tema, muy propio de unos juegos florales!

 

 

Tanto por parte de los tertulianos, José Manuel Otero Lastres, Teresa Solana y de quien suscribe, como del público asistente, hubo un fuego cerrado y cruzado contra el estamento político y judicial  del que no quedó, en ese pim, pam, pum, títere con cabeza.

 

 

Los temas estrella fueron la especulación urbanística, de la que trata mi última novela “Catalonia Paradís” publicada por Ediciones Neverland, y sobre el mundo de los jueces y las farmacéuticas, donde Otero Lastres ha situado la trama de  su reciente libro “Hampa legal”.

 

 

Desconozco si Lorenzo Silva y David Barba, los organizadores de Getafe negro, tuvieron la delicadeza de invitar a algún miembro de la casta política al coloquio, aunque lo cierto es que no asomó por allí la testa coronada y/o tonsurada de ninguno. Es posible que leyeran la frase con la que José Cabrera cierra el Prólogo de “Catalonia Paradís”: ahora bien, un consejo: Prohibir su lectura a los políticos, por peligro de muerte psíquica.

 

 

La imagen del cuervo, que es el santo y seña de Getafe negro, nos lleva a los que degustamos la literatura a uno de sus grandes maestros, Edgar Allan Poe y a su poema. Tratándose de la corrupción, qué mejor deseo que esa frase repetida por Poe en sus versos: ¡Nunca más! Un deseo contrario a la realidad del mundo que nos rodea, a creer que la naturaleza humana no es necesariamente corrupta, contrario a los titulares de los periódicos, a los paraísos fiscales, a coge el dinero y corre, al todo vale. Tal vez sí, tal vez sea posible. Si Todos gritamos ese ¡Nunca más! con que el poeta inglés rubrica una a una sus estrofas, y lo ponemos detrás de cada denuncia, si lo gritamos alto, si lo practicamos y lo defendemos, podremos hacerlo realidad.

 

 

Getafe esos días está imbuido, inmerso, como enseña del municipio en un cuervo blanco perfilado sobre fondo negro. ¡Qué imagen tan bella! Como si en medio de la negritud y la miseria del país, el mundo de la literatura fuera –o estuviera destinado a ser- un faro que iluminara y pusiera el orden, la claridad y la luz intelectual y vital, y esa esperanza que siempre contiene la creación y el pensamiento. Un icono, ese cuervo blanco, atento y alerta, vestido con las plumas y el vuelo de la escritura y de la palabra, armado con el aguijón certero de un pico afilado, cerrado pero dispuesto a abrirse gritando incansable ese ¡Nunca más! Antítesis de la bandera de los piratas –tal vez de las castas antes mencionadas-, en donde la blancura corresponde a la podredumbre de una calavera con unas tibias cruzadas.

 

 

Getafe negro, fue sobre todo y ante todo, un foro de libertad y debate abierto, plural y sin censura de ningún tipo. De ello se encargaron, hay que decirlo, además de los organizadores y los autores, también el público que participó de forma activa y desinhibida tomando postura, marcando desde abajo eso que ahora se ha venido en llamar la hoja de ruta. Incluso, puedo dar fe de ello, cuando algunos tertulianos se salían del tema, la asistencia desde el patio de butacas levantaba la mano y decía, al igual que Ortega: No es eso, no es eso.

 

 

Y al acabar cada presentación o cada mesa redonda, -como dijo Cervantes en boca de Sancho Panza: el oficio de las letras no puede llevarse sin la administración de las tripas– el deleite de unas anchoas o un pincho de tortilla en una de las terrazas de la calle de Madrid, convertidos sus parasoles blancos en útero acogedor y peripatético de la palabra, tan solo interrumpida por el chasquido de los labios cuando la lengua agradecía el sabor fresco y alimenticio de un sorbo de cerveza. Y vuelta a dar y recibir el verbo.

 

 

Esa es la atmósfera – una mezcla de ¡nunca más!, sol otoñal y buena compañía- que yo rememoraba cuando, arrastrando las ruedas de la samsonite, en el bolsillo la dirección de correo de mis nuevos locos amigos que se dedican, como yo, a manchar con tinta la blancura del papel abocando personajes y hechos, enfilaba hacia la estación de Getafe Centro que me debía conducir a las puertas del Ave, de regreso a Barcelona.

 

 

Me hubiera gustado que ese Ave fuera el cuervo blanco dejado atrás para prolongar unas horas más el idilio, compartir opiniones y fantasías y perorar. Pero no fue así. Solamente las imágenes de una comedia americana reproducida como un clon en las mil pantallas del vagón y el sonido de los móviles de mis tangenciales compañeros de viaje me acunaron hasta la estación de Sants.

 

 

Pero siempre me quedará Getafe.

 

 

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