Los miedos de la Economía y la madurez social

Los pilares de la sociedad (1926) - G. Grosz

Por Carlos Javier González Serrano.

 
 

Mucho se habla estos últimos días, previos a la inminente formación del gobierno de Rajoy, sobre las medidas económicas que el futuro Ejecutivo tomará sobre el devenir de nuestro país. Numerosas son las incógnitas a desenmascarar tras la debacle –no solo financiera– de estos últimos años en España: bajada de sueldos a los funcionarios del Estado y de diversas Comunidades Autónomas, reducción de la inversión pública en educación y sanidad, formación de movimientos en contra del capitalismo, creciente paro, desencanto con la clase política, etc.

 
 

Tal clima de inestabilidad económica y social redunda en una delicada situación anímica que impide a los ciudadanos actuar con naturalidad; se impone en cada hogar la necesidad de trazar planes concretos y muy meditados sobre los gastos familiares, y las pequeñas y medianas empresas que aún subsisten comienzan a desesperar ante un panorama francamente inseguro, infestado de dudas ante unas fiestas navideñas que, en lo que se refiere a ingresos, no tienen nada que ver con temporadas pasadas.

 
 

Estas circunstancias evidencian una palpable traducción en términos laborales: la nota esencial no es que las cifras de desempleo se alcen hasta alcanzar números escandalosos, que difícil parangón encuentran en la historia de España, sino que la demanda de trabajadores por parte de las empresas –sea cual sea el tamaño de estas– se convierte en un privilegio, y se transfigura de función estratégica a acción meramente económica. De esta manera, los movimientos propios del mercado de trabajo quedan reducidos a la ejecución de un ejercicio de sumas y restas, donde lo que suma y resta, precisamente, no es el valor añadido que pudiera aportar el trabajador en cuestión, sino el gasto que este ocasiona.

 
 

A ello hemos de añadir la bajada de los salarios, que se han desviado de su curso «normal» a causa de la necesidad de encontrar mano de obra barata (por muy cualificada que esta sea) para poder así afrontar la difícil situación. El problema, sin embargo, es que las ganancias procedentes de la productividad de los empleados (de la que tanto se discute) no retorna a sus sueldos. No faltan especialistas a este respecto (como en el caso de Michel Husson, en su librito Capitalismo puro publicado en 2009) que achacan esta subida del desempleo a un ardid más de los sistemas financieros; y así, explica en la obra mencionada que «los dirigentes capitalistas se apoyaron en este fenómeno para modificar profunda y brutalmente las reglas de formación de los salarios». Su conclusión final es que hemos pasado de un sistema en el que los salarios aumentaban en paralelo a la productividad, a uno nuevo en el que el sueldo crece a un ritmo peligrosamente inferior a la progresión de la productividad.

 
 

En este sentido, me parece que muchos de los análisis actuales sobre la situación de la economía mundial yerran al afirmar que hemos de buscar su única explicación en fenómenos exclusivamente económicos. La llamada sociedad occidental ha puesto en evidencia que no está dispuesta a soportar más desmanes de los necesarios, sea cual sea su origen. Cualquiera conoce –y siente– que vivimos inmersos en la dinámica de una feroz máquina que lucha no solo por mantenerse, sino también por crecer, y que en esta medida su evolución ha de soportar contundentes devaneos. A pesar de ello, en su conciencia de saberse engañado, y en virtud de una memoria que nunca calla, el ciudadano se ha cansado de que sobre él se aplique el sistema de la culpa, consistente en implicarle de manera decisiva en el curso económico de los tiempos; comienza a darse cuenta de que nuestro problema es tan económico como social, tan pecuniario como humano.

 
 

Hemos contemplado y contemplamos cómo el orden social sufre fuertes temblores en relación directa a los vaivenes de la economía; es el momento de que surja la conciencia de que puede suceder lo contrario, de que los sistemas financieros se supediten a las demandas sociales, que ya no solo imploran y lloran, sino que afirman constituir la verdadera base del capitalismo y, en general, de cualquier sistema económico. La voz del pueblo (expresión anacrónica pero de una carga política excepcional), que en tiempos pasados hubo de ser revolucionaria para cortar cabezas a reyes y destronar zares, debe tomar la palabra de manera decisiva, e implicarse de una vez por todas en la constitución de su futuro a fuerza de tomarse en serio. Que la crisis económica llegue a convertirse en una depresión financiera mundial no garantiza la transformación social: esta exige un movimiento espontáneo por parte de los ciudadanos a la hora de mostrar sus demandas, una madurez social que muestre su férrea voluntad conjunta de forma vehemente y convencida, no como aquel que, habiendo perdido toda esperanza, se resigna al rezo solitario…

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