Redon, el filtro de la imaginación

Por Rubén Cervantes Garrido

 

Odilon Redon (1840-1916)

Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid

Hasta el 29 de abril

 

“Mi padre me decía con frecuencia: ¿Ves esas nubes y distingues, como yo, formas cambiantes en ellas? Y me mostraba entonces, en el cielo mutable, apariciones de seres extraños, quiméricos y maravillosos”.

 

Así hablaba Odilon Redon al recordar su infancia. Una interpretación poética de esta cita podría incidir en cómo el artista, ya de niño, dirigía su mirada hacia el cielo, a modo de premonición del mundo fantástico que plasmaría en su obra plástica. Sin embargo, una de las cosas sobre las que incide la retrospectiva que la Fundación Mapfre dedica al pintor simbolista francés es que éste tenía los pies mucho más en la tierra de lo que cabría esperar.

 

Flores, posterior a 1895

 

Odilon Redon (Burdeos, 1840 – París, 1916), no fue un ejemplo de genio precoz. Él mismo reconoció que a los treinta años aún estaba buscando su camino. Tras “huir” del taller de Jean-Léon Gérôme, encontró un ambiente más afín en las clases del grabador Rodolphe Bresdin. Redon mostraría sus aptitudes para el aguafuerte con la primera serie de grabados que realizó, en 1879, titulada En el sueño. Los grabados marcan el definitivo punto de madurez en su carrera, dejando plasmado ya un mundo tremendamente personal.

 

La primera mitad de la exposición está copada por lo que el propio Redon llamaba sus Negros, conformados por grabados y dibujos a carboncillo. Ante todo, Redon es en esta época un gran dibujante, plenamente consciente del poder del negro. Uno no puede dejar de acordarse de otros grandes maestros en el uso de este color como Rembrandt o Goya, a quien Redon dedicaría una serie de grabados en 1885.

 

Pero su obra estuvo inspirada por el arte del pasado en la misma medida que la literatura y, sorprendentemente, la ciencia. Fue fundamental su amistad con el botánico Armand Clavaud, quien despertó en él un profundo amor por el estudio de la naturaleza. Clavaud se convirtió en una especie de guía intelectual, que le inició en la lectura de Baudelaire, Poe o Darwin. Del interés por la obra de este último surgió su serie de grabados titulada Los orígenes, en clara referencia a El origen de las especies. Punto fundamental de la exposición, esta colección de litografías muestra a un Redon que es capaz de llevar el interés por la ciencia a su propio terreno, imaginando cómo la naturaleza creó los distintos seres que pueblan la tierra a través de una serie de escenas fantásticas. En la mayoría de estas obras negras prima un aire como de cuento infantil, de fábula, cuyos protagonistas podrían ser esa araña sonriente o ese grotesco pero simpático cíclope perteneciente a la serie aludida.

 

Araña sonriente, 1881

 

El cambio de siglo vio un progresivo acercamiento de Redon al color. Esto se aprecia claramente en la segunda parte de la exposición. Nada más subir a la segunda planta, nos vemos sorprendidos por una sala pintada de negro, de cuyas paredes cuelgan unos luminosos lienzos que Redon pintó para decorar las paredes de la residencia de su coleccionista Robert de Domecy. Merece una mención especial el trabajo de los organizadores de la muestra, en especial por las citas del propio Redon que encontramos en las paredes de las salas, siempre pertinentes y bien ilustradas por las obras colindantes. En esta sala en la que descubrimos a un Redon colorista, por ejemplo, encontramos comentarios del artista tales como, “¿Dónde están ahora esos negros?”

 

A pesar de no desaparecer del todo, lo cierto es que esos negros van teniendo cada vez menos protagonismo. Aunque en el arte ninguna evolución es tan repentina como a veces sugieren las exposiciones, uno podría pensar que los dibujos de la primera planta y los cuadros de la segunda son de autores diferentes. Aprendemos no sólo que este gran dibujante se sabía desenvolver también con el pincel, sino que, además, era un colorista excepcional. Miremos donde miremos, no encontraremos en el mismo marco cronológico una pintura semejante a la de Odilon Redon. Y, a pesar de ello –o quizá precisamente por ello–, es una figura que no acaba de encajar en la línea vanguardista marcada por la historiografía artística imperante, cada vez más en revisión.

 

Expertos en recuperar a personajes olvidados fueron los surrealistas, de quienes uno puede acordarse en la sección de la exposición centrada en torno a la obra Ojos cerrados de 1890. La mirada hacia el mundo interior, que Redon reflejó de manera muy original, fue uno de los grandes pilares del movimiento liderado por Breton. Los temas espirituales a los que Redon alude, tan lejanos del positivismo científico de los pintores naturalistas, se ven reforzados por ese cromatismo tan especial. Redon fue un verdadero renovador del uso del pastel, y exprime las posibilidades de ese material, creando contornos difuminados o sorprendentes mezclas de colores. Sabe, igualmente, conseguir los mismos efectos con la pintura, de modo que uno a veces no sabe distinguir a primera vista la técnica empleada. Son escenas, iba a decir, oníricas, pero quizá sería más preciso hablar de escenas somnolientas, aletargadas.

Perfil sobre meandros rojos, c. 1900

 

En la parte final de la exposición, algunos cuadros tienen un enorme sentido decorativo. Desde luego, esto tiene mucho que ver con la relación de Redon con los nabis y la admiración que ambos, como tantos otros a finales del siglo XIX, sintieron hacia el arte japonés. Hay cuadros de los últimos veinte años de vida de Redon que podrían ser tapices o alfombras. Cómo no acordarse de Maurice Denis o Édouard Vuillard.

 

Es innegable que la de Odilon Redon es una obra que se aleja de la objetividad material para entrar en el terreno de lo espiritual. Una producción tan imaginativa depende en gran medida de un mundo interior muy rico. Redon nunca negó, sin embargo, que su inspiración estaba en la naturaleza: “la naturaleza se convierte en mi fuente, mi levadura, mi fermento. Por este origen considero mis invenciones «verdaderas»”. Hemos de entender que, para Redon, esto valía tanto para sus cuadros más mundanos, como esos magníficos bodegones con flores, como para temas místicos, como el Buda de en torno a 1905. A fin de cuentas, parece decirnos, todo arte bebe de una misma fuente, la naturaleza. Lo que corresponde al artista es convertir esa realidad en bruto en una “flor única”, asimilándola y haciéndola pasar por su filtro particular. En el caso de Odilon Redon, ese filtro era el de una imaginación desbordante.

 

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